El pasado jueves se nos iba una de las figuras más entrañables de la historia el cine: el cineasta portugués Manoel de Oliveira a los ciento seis años de edad. He de confesar que no soy un ferviente admirador de su cine, aunque sí de lo que representaba. Y es que a pesar de haber visto tan solo unas pocas películas de su inabarcable filmografía, para un servidor Oliviera representaba la pasión por un oficio, el del cine, llevada ésta hasta sus últimas consecuencias. En cierto sentido todos los que amamos este noble arte sentimos envidia y fascinación hacia la semblanza de un Oliveira al que, nos gusten más o menos sus obras, observamos como ese hombre que estuvo hasta su último aliento al lado de los focos y las cámaras que tanto amó, cultivando una pasión que se desarrolló a lo largo de toda su vida. Puesto que Oliveira siempre estuvo de moda al ser un superviviente conocedor en primer plano de la evolución de la historia del cine, desde esas primerizas obras mudas, pasando por movimientos como el neorrealismo y también superando la demoledora vía de renovación que trajeron consigo esas nuevas olas de los sesenta, pero también subsistiendo sin problemas a esa etapa tan extraña para el cine que fueron los años ochenta en los que Oliveira pasó de ponerse hombreras así como de teñirse su poco pelo de dorado sol.
Para recordar su cine me apetece hablar de la película que más me cautiva, realizada en unos primerizos años cuarenta por este mago portugués. Se trata de Aniki-Bóbó, sin duda una cinta alejada de ese tono parsimonioso, pretendidamente tedioso en el que el silencio clama a sus anchas que etiquetó el estilo del luso en sus últimos años de cine. Y es que Aniki-Bóbó reluce como un poema bello y luminoso, trágico y oculto, misterioso y alegre protagonizado por una pandilla de chavales que habitan las orillas del puerto de la ciudad de Oporto al grito de guerra de Aniki-Bóbó, un santo y seña que despierta en los infantes ese ansía por vivir, jugar y amar aún no contaminado por la maldad de la experiencia y los desengaños asociados al crecimiento vegetativo. Oliveira arranca la película con un impacto: la salida de un tren (puro amor al cine) de un túnel quebrada súbitamente por la caída de un niño por el barranco que se alza en lo alto de las vías que recorre el ferrocarril ante el grito de una bella niña.
Esta evocadora y a la vez fatalista imagen, auténtica metáfora de la conexión entre la vida (gracias a ese tren contemplado por los inocentes ojos de los niños que fluye sin obstáculos por las vías de la existencia) y la muerte (esa caída a los abismos del chiquillo sin que sus amigos puedan hacer nada para socorrerle), abre una cinta que transcurrirá a continuación por las resplandecientes calles del barrio portuario de Oporto – fotografiado por el autor de Una película hablada con un tono muy naturalista cercano a los paradigmas del cine documental y descarnado que antecede a ese posterior neorrealismo italiano que aún no había estallado en pantalla- narrando la epopeya vital sentida por un grupo de chavales vivo retrato de esa generación que adquirió los conocimientos necesarios para sobrevivir a las carestías de aquella época, – marcada por los años más crudos de la II Guerra Mundial en un Portugal neutral-, más en las enseñanzas callejeras que en las impartidas en los cerrados y asfixiantes institutos y escuelas. Así, la cinta se desarrolla como un triángulo amoroso soportado en tres vértices: el de Carlinhos, un vivaz y sentimental niño enamorado hasta las médulas de su vecina, la bella y angelical Teresinha, que deberá luchar por su onírico amor con la inestimable ayuda de su simpático y leal amigo Batatinhas con Eduardinho, un chaval más descarado y atrevido que su rival en demostrar su amor hacia Teresinha, y que peleará con el dócil infante igualmente por el control del grupo de amigos de aventuras.
En este sentido, la batalla amorosa tendrá un punto de inflexión en el momento en el que Carlinhos percibe la fascinación que Teresinha siente hacia una muñeca de trapo que mira a sus potenciales poseedores con esos ojos anhelantes de afecto que clavan su mirada desde la distancia que procura el cristal del escaparate que la exhibe. El anhelo de satisfacer los deseos de Teresinha llevará a nuestro ingenuo héroe a robar la muñeca para ofrecérsela como un regalo de compromiso a su amada. Pero la infracción criminal que supone la comisión del delito de robo atormentará al pequeño Carlinhos, consciente que su transgresión de las dictatoriales leyes que atenazan la vida de los mayores tendrá seguramente fatales consecuencias para su libertad.
El recorrido de esta sencilla pero a la vez compleja trama, se adornará con toda una gama de secuencias costumbristas que servirán para hacer brotar en medio de la nada una sensación limpia, impoluta y cristalina de libertad a través de los juegos, travesuras y temeridades disfrutadas por los únicos entes capaz de volar sin barreras ni obstáculos en medio de un ambiente cargado de opresión y dictadura como era el Portugal regido por el Gobierno Fascista de Oliveira Salazar de los primeros años cuarenta. De este modo Manoel de Oliveira contrasta de manera sublime esa libertad inherente al universo infantil fotografiado a través de maravillosas escenas de nado en el puerto, fados cantados a pie de calle por artistas callejeros que comparten su alegría con los niños y viandantes, el júbilo que estalla en el momento de la salida de la escuela, así como los paseos bullidos a pleno sol en los espléndidos exteriores que sirven de escenario natural al film, con la opresión carcelaria representada en esa escuela gobernada con mano de hierro por un funesto profesor que trata de segar el libre albedrío innato del mundo infantil imponiendo castigos y sanciones a todo aquel alumno que osa a saltarse sus estrictas normas así como ese estado policial y vigilante que adopta la imagen de la policía de barrio, siempre atenta a cazar cualquier rebelión, aunque ésta fuese cometida por un acto consecuencia del amor verdadero.
A pesar de su escasa duración, la película es una auténtica maravilla encerrando en su envoltura exterior toda una gama de metáforas e imágenes simbólicas altamente sugestivas para el espectador. Aparte de la ya comentada dicotomía libertad-dictadura expuesta por Oliveira, igualmente la cinta refleja el pesar y el sufrimiento que el ardor del amor infringe en sus enfermos narrando a través de una mirada infantil una historia de cosmos totalmente adulto que conecta esa lucha por el amor con la consiguiente confrontación ligada a las ansias de poder y gobernación entre dos personalidades antagónicas representación de la bondad y la timidez enfrentada contra la desfachatez y el descaro. Desde el punto de vista estético, la cinta adquiere ese ventanal de aire fresco que proporciona el rodaje en exteriores que expira vida de barrio de un modo cercano y muy realista. Lejos de ese estilo tedioso plagado de planos fijos y largos donde el silencio y la belleza visual impera sobre todo lo demás, en Aniki-Bóbó Oliveira optó por construir una película dinámica, montada a base de planos cortos y fugaces, de ritmo trepidante y visceral en la que el portugués jugó con los espacios y el tiempo (al abrir la cinta con una escena que tendrá lugar en la parte final de la epopeya), donde en apenas una hora y diez minutos el autor de El zapato de raso supo forjar una fábula muy humanista en la que vicios y virtudes como el deseo, el amor, la culpa, la falta de libertad, es decir, la vida y también porque no decirlo el peligro que acecha con la muerte son exhibidos en primer plano sin caer en ningún momento en esa sensiblería vacía de contenido que suele destacar en las cintas que otorgan el protagonismo de su hilo conductor a los niños.
Y es que para Oliveira los niños de esta aventura son los auténticos defensores de la libertad así como de los sueños de prosperidad que parecen haber sido abandonados por esos adultos que aparecen en pantalla, auténticos zombies de desesperanza y dominio, a excepción de ese simpático comerciante dueño de la tienda bien llamada de Las Tentaciones que como serpiente que ofrece morder la manzana del pecado a Carlinhos, terminará siendo ese eje de redención adulta que apoyará del mismo modo el perdón de la inocente falta cometida para el triunfo del amor. Sin duda, nos encontramos ante una de las mejores películas del cine portugués de todos los tiempos, y tal como comentan algunos, una cinta que sirvió de clara inspiración para los maestros italianos del cine neorrealista.
Todo modo de amor al cine.
Y no es la versión original del Director. Esa censura «neutra» de Portugal de 1942 le cortó sus 34 minutos supongo que por ahí se fueron todos los personajes secundarios y sus espacios; y más de la crítica al sistema. Alguien debería recuperar el rollo perdido y volver a hacer una edición conforme a la original del Director. ME gustaría fantasear en que tal vez veríamos una Lisboa más cercana a la Cd. de México en «Los Olvidados» de Buñuel.