Antesala de su primer largometraje, Ángeles caídos es probablemente el más pulido tanto a nivel formal como estructural de todos los cortometrajes realizados por Roman Polanski durante finales de la década de los 50. Resulta, sin embargo, un tanto alejada de la temática “polanskiana” habitual, y de esos estudios psicológicos que realizaría el cineasta más tarde empezando a raíz de El cuchillo en el agua, pero no por ello nos hallamos ante un trabajo menor dentro de su filmografía; de hecho, tanto el relato que nos sumerge en esos dos estilos fotográficos de los que hace gala —un blanco y negro cercano al último aliento y el color, que va tomando tonos grisáceos a medida que avanza el corto—, como un trasfondo que parece el más idóneo para narrar una historia que no se sabe hasta que punto es real o ilusoria —da fe de ello un instante que difícilmente podría ser conservado en la mente de una anciana que ni siquiera estuvo presente— nos transportan a un universo que puede terminar cautivando ya sea por la belleza de sus planos o por lo efímero del propio relato.
A través de los ojos de una viejecita nos sumerge Polanski en una obra evocadora que contempla un antiguo —y quizá único— romance de la protagonista y que a su mismo tiempo nos introduce en la historia de un país cuyos altibajos parecen estar acompasados con el propio amorío de esa mujer, un amorío que se va deteriorando con la edad y cuya chispa no parece tener fin, a juzgar por cómo con el paso de los años ella sigue escudriñando con su mirada las casacas de los soldados en busca de un hombre que quizá ya no es quién era y del que sólo queda un paquete en el suelo a modo de nostálgico recuerdo.
El cineasta de origen polaco juega a la perfección con el tempo de una obra que nunca se dispara, nunca se precipita en la búsqueda de un clímax forzado para culminar un ‹tour de force› —que no es tal— que precipite las sensaciones de un espectador que únicamente necesita dejarse llevar para disfrutar de una experiencia donde ni los más míseros escenarios —el roñoso suelo de una casa, unos urinarios públicos, etc..—, ni las pinceladas de humor e incluso algún toque de negrura, ni las marcas de decadencia —más allá de los emplazamientos, esos girasoles marchitos o el ya mencionado paquete— pueden borrar un atisbo de esperanza en forma de una de esas conclusiones tan maravillosas como únicas.
Larga vida a la nueva carne.