Andrei Zvyagintsev se ha convertido ya por derecho en uno de los grandes cineastas del panorama y en uno de los estandartes de una nueva generación para el cine ruso, que de vez en cuando nos va dejando nombres a los que aferrarnos —ahí están, más allá de veteranos como Sokúrov, promesas como Yuri Bykov, Aleksei Popogrebsky, Boris Khlebnikov o Ivan Vyrypayev, cineastas a los que bien merecería dedicar un espacio aparte— ante un periodo quizá no tan estimulante como en anteriores etapas. Afrontando, sin embargo, la figura que nos ocupa, se podría decir que el cine de Zvyagintsev ha ido sufriendo una constante evolución hasta la llegada de la recién estrenada Leviatán. En apenas una década, el autor de El regreso ha pasado de ser visto como una suerte de heredero de Andrei Tarkovsky a moldear un cine propio, que se asienta lejos de cualquier referente y es capaz de emplear un lenguaje propio sin abandonar ese influjo que las imágenes pueden ejercer sobre el texto de un film —algo que, en Leviatán, queda constatado en secuencias como la de la excavadora o el sencillo prólogo que nos regala, y que en Elena también recogía momentos poderosos como aquella batalla campal captada en un plano secuencia—.
Ese poder evocador de la imagen es el que nos remite precisamente a una de las obras más desconocidas de Zvyagintsev, pero también uno de sus trabajos más complejos, intensos y mastodónticos en la (por ahora) corta carrera del ruso. En efecto, hablamos de su segundo largometraje, una The Banishment que pese a optar a la Palma de Oro en Cannes e incluso lograr el galardón a Mejor actor por la interpretación de Konstantin Lavronenko —que ya había acometido uno de los papeles centrales de El regreso— no obtuvo la respuesta esperada (y merecida). The Banishment sirvió al cineasta tanto para volver la vista atrás y retomar temas que ya contemplaba su ópera prima —y sobre los que ha seguido reincidiendo después del film que nos ocupa—, como para continuar expandiendo un universo que empezaba a bordear un cariz más social que en sus siguientes trabajos se extendería a otros ámbitos, dotando de un poder verdaderamente incisivo al cine de Zvyagintsev en esa faceta sin por ello tener que abandonar temáticas que podrían asemejarse más bien a una extensión interna desarrollada por el propio cineasta que a una materia a tratar en sí.
La elocuente transición que nos lleva del ambiente rural al tejido urbano más apagado en apenas unos planos bien podría ser un anticipo de esos matices que el ruso irá trabajando a lo largo de la obra, y que concretará con elementos capaces de evidenciar una distancia con mayor peso de lo que podría parecer. Así, la relación de Alex, el protagonista, con su hermano Mark, se dirime en un espacio que contrapone precisamente esa textura: si para el primero, pese a una relación que se insinúa cada vez más debilitada debido al poco tiempo que pasa con su familia, los seres que lo rodean poseen una importancia patente, para Mark el olvido parece la mejor opción ante una situación que se asemeja inestable; vaga por el relato casi como un espectro —esa primera escena en casa de Alex— apareciendo con el propósito de ofrecer una orientación (que nunca se produce) a su hermano o de cumplir una voluntad más que dudosa desde el momento en el que Alex observa como insostenible la situación que se le presenta y decide tomar medidas con la vana (y siempre engañosa) esperanza de poder iniciar un nuevo camino.
El hijo, figura que actúa en ocasiones como elemento ilusorio —incluso de forma imprevista, como todos esos detalles que Zvyagintsev va imprimiendo en el personaje de Eva, tanto en las acciones (el rechazo de su padre a que vaya con él y Kir a ver a su tío) como en las imágenes—, vuelve a ser uno de los focos centrales del trabajo del ruso. Si en la primera estampa que nos muestra, sus cuerpos ya aparecen separados de los de sus progenitores por el propio marco que delimita el encuadre, poco a poco Zvyagintsev va construyendo un sólido discurso apoyado (como no) en el apartado visual que, de vez en cuando, asienta también en otros campos —ese diálogo establecido entre padre y madre sobre el papel de ambos, que advierte un texto mucho más incómodo de lo que ya es a priori—, y en realidad alcanza su cenit gracias a la estructura de un relato cuyo recorrido se puede advertir, pero cuya tesitura se antoja imprescindible para como mínimo llegar a escarbar la superficie de una cinta que no se conforma con estar apoyada en una crónica tan sólida como en ocasiones adusta e incluso impenetrable.
Más allá de sostener una historia cuyo contenido no está únicamente en su propia naturaleza, y también se nutre de esa relación donde la visceralidad de él se encuentra con el carácter más afectivo de ella, The Banishment halla en la significancia de sus imágenes un tótem indispensable, que logra encerrar en cada plano y en cada confrontación lecturas capaces de otorgar una profundidad propia al discurso. Esos lienzos, pues, que de tanto en tanto se encuentran con extrañeza con el ya citado universo de Tarkovsky —las escenas campo a través y, sobre todo, el travelling que desciende por los cimientos de esa casa, refuerzan esta idea—, no pierden un ápice de su valor por ello, siendo además capaces de trazar poderosos momentos que no necesitan mucho más que eso. Así, cada imagen es capaz de reforzar la anterior e incluso cada mínimo detalle (ese retrato con el cristal roto —las fotografías familiares, de nuevo—, el puzzle armado en el suelo…) logra componer un mosaico que penetra con fuerza en el tejido subyacente de ese relato para continuar estimulando unas reflexiones que ante el cine de Zvyagintsev se podrían considerar como algo inabarcable por la cantidad de lecturas.
La presencia de dos intérpretes como Konstantin Lavronenko y Maria Bonnevie consolida además la intensidad de un apartado dramático donde la fuerza de la intérprete danesa le otorga un valor incalculable. Bonnevie es capaz de arrastrar a su personaje a los confines más cruentos de su propia razón de ser, y contenerla ante un volcán que sostiene con miradas, diálogos e incluso gestos, para así aplacar el carácter de un personaje masculino que no parece tener dudas de su actuación aunque cada voluble movimiento de esa mujer indique lo contrario. Zvyagintsev administra con inteligencia toda la información para precisamente predisponer el marco adecuado en el que ambos personajes se encuentren y se puedan desarrollar las posibilidades de esa situación; ya no se trata tanto de que el espectador pueda adivinar (principalmente, porque el ruso así lo decide) qué se esconde tras la confesión de ella, sino de como esa firmeza en sus decisiones predispone el marco inequívoco para uno de esos viajes que es imposible olvidar con facilidad, ya sea por sus severas consecuencias o por la concepción de un relato donde cada paso nos lleva a un mañana desalentador, donde los hijos se antojan más una consecuencia moral o incluso un indicativo en lugar de lo que en realidad son o deberían ser.
Larga vida a la nueva carne.