Alguna vez hemos podido escuchar a directores estar en desacuerdo con las conclusiones que ciertos críticos extraían de sus películas. Ven en mi obra una reflexión que no existe, decían. ¿Habilidad del cineasta para contar algo sin que sea intencionado? ¿Demasiada imaginación por parte del crítico? Quizá una combinación de ambas. Pero con una directora como Andrea Arnold difícilmente podría suceder tal cosa. Con mayor o menor acierto, sus obras se desnudan de una manera clarividente, dejan bien claras sus intenciones y se mantienen firmes de principio a fin. Esto ya se notaba en su ópera prima, Red Road, una inquietante película acerca de una responsable de vídeo-vigilancia que volvía a ver a un viejo conocido a través de una de las cámaras. También parece ser el punto de partida de la recién estrenada American Honey. Pero la citada cualidad alcanza su máxima expresión en el que fue su segundo largometraje, que lleva por título Fish Tank.
Aquí la protagonista también es una mujer poco común, pero lo es por razones muy diferentes de las que definían a la Jackie de Red Road. Porque lo que pasa por la cabeza de Mia (una notable Katie Jarvis) en Fish Tank es difícil de precisar, pero fácil de intuir. Con un hogar desolado, donde la madre se despreocupa de sus hijas para dedicarse a la bebida, el sexo y las fiestas, es comprensible que en Mia naciera un fuerte carácter rebelde que le llevó a ser expulsada del colegio. Más aún si el contexto son los barrios bajos de una ciudad británica cualquiera, donde el acento cockney es tan fuerte como el cabezazo que la protagonista propina en la nariz de una joven al principio del film. Pero Mia no es una adolescente sin habilidades, ya que posee una gran pericia en el arte de bailar. Algo que nota perfectamente Connor, un reconocible Michael Fassbender que en este caso interpreta a uno de los ligues de la madre aunque, por desgracia, también seducirá rápidamente a la hija.
Son esta relación imposible, la búsqueda de una meta por parte de Mia y el destructivo hogar de madre, hijas e “invitados” los que conforman, por tanto, el tridente temático que Arnold quiere describir en Fish Tank. La cineasta persigue continuamente a la protagonista con su cámara, de tal manera que solo vemos aquello que ella también contempla. Una elección no decidida por el enfoque protagónico o por pura trivialidad, sino con una clara intención: que los espectadores, al ver la misma realidad que Mia observa, seamos capaz de comprender el porqué de su carácter. Escenas como la ya mencionada del cabezazo o aquella en la que la madre organiza una multitudinaria fiesta en el salón son claro ejemplo de este planteamiento. También nos dejan ver cómo los sentimientos de la protagonista ante Connor no son pura imaginación, sino que son pequeños gestos del hombre y el alcoholismo que inunda el hogar los hechos que alimentan un deseo que en principio podía parecer imposible.
Todo este desarrollo argumental es agitado con gracia por la directora durante las dos horas de metraje. Fish Tank apenas deja espacio para el relax en sus fotogramas, como tampoco lo hay en la vida de Mia. Aunque Arnold se apiade de su protagonista en algún que otro momento (mención especial a esa desesperada escena que antecede al desenlace, tan intrigante como algo forzada), todo suena a veraz en la película. ¿Acaso no hay más Mias en el mundo occidental? ¿Acaso no son sino un entorno nocivo y una sociedad que mira para otro lado los causantes de que este tipo de jóvenes tengan muy difícil encontrar su hueco en el mundo? La respuesta es obvia, sobre todo si tenemos en cuenta que esta obra se rodó cuando todavía la crisis económica era un término puramente técnico y no la realidad que nos está tocando vivir estos años.