Anders Thomas Jensen es un hombre de constantes: tiene a sus actores fetiche, porque le encanta explotar las rarezas de los personajes masculinos que construye; tiene predilección por la comida como desencadenante de sus tramas; y no olvidemos su pasión por las comedias negras más tristes de la historia.
Así nos adentramos directamente en su mundo a través de De grønne slagtere o Los carniceros verdes, una exquisita comedia donde podemos intuir de dónde surgió la idea de un Mads Mikkelsen convertido en Hannibal, aunque aquí el glamour y los modales brillen por su ausencia. Mads es uno de los pilares del cine del director danés, que es capaz de especular con los peores instintos humanos hasta llevarlos a la risa inocente. El otro pilar es Nikolaj Lie Kaas, que en esta ocasión se marca la interpretación de dos personajes con total soltura y descaro. La comida se esconde tras salchichas de ciervo y pollo que parece pollo pero no es pollo y que, con un sabor delicioso, va a traer de cabeza a estos dos (in)expertos carniceros.
Teniendo en cuenta lo difícil que es entrar en ocasiones en el humor nórdico, Anders Thomas Jensen nos mete la zancadilla con todas sus fuerzas acompañando a la película con una banda sonora digna de una película de amor llena de drama en mitad del desierto, pero en el fondo parece parte de esta pequeña broma en la que nos intenta recordar que, pese a lo inesperadamente cómico del asunto, en todo momento se rodean asuntos totalmente inconcebibles para el ciudadano medio.
Sven (Mikkelsen) es un hombre acomplejado y sudoroso, convencido de su valía y siempre en busca de la aprobación que todos le niegan. Bjarne (Kaas) está de vuelta de todo, se mueve por la inercia de la vida y no está interesado en que le molesten. Sven convence a Bjarne para abrir una carnicería juntos, en busca del triunfo absoluto para uno, otra forma de vida para otro, y aquí es donde las casualidades de la vida pondrán patas arriba sus vidas.
Aunque tratamos con cambios drásticos de registro y golpes inmensos para la estabilidad emocional de cualquiera, el rictus apenas cambiante de los dos protagonistas y ese aparente ambiente gris que les rodea consigue que la historia siga una monotonía aplastante y convierta esos pequeños detalles tan sugerentes y rompedores en simples imprevistos, como marca de la casa. Anders Thomas Jensen fabula con las pequeñas desgracias de estos carniceros humanos hasta transformarlas en viñetas de tebeo, donde parecen tener más importancia los litros de sudor que siempre acompañan a Sven o la pericia con el cuchillo de Bjarne. Justo es que la aparición del hermano de Bjarne (el Nikolaj Lie Kaas duplicado) como si se tratase de un Dr. Jekyll del buen rollo, nos permita disfrutar de registros tan variopintos por parte del actor, con una relación imposible que no hace más que alimentar el estado continuo de buena-mala suerte de los protagonistas.
Los cocineros verdes ironiza sobre las claves del éxito profesional y personal, llevando al extremo ambas posibilidades. El director es experto en crear perdedores: los maquilla, les da un bagaje por el mundo súper triste y les da una patada en el culo (literal) para que se espabilen en un mundo de envidias y dudas. Es curiosa la filia del director con los alimentos como elemento desencadenante de todo tipo de caóticas experiencias, como queriendo demostrar que el hombre es el depredador más peligroso de todos, sean pollos o manzanas los manjares deseables. También es de agradecer ese sobreesfuerzo de testosterona que irradian sus personajes, ya no por una efusiva masculinidad, normalmente herida por las circunstancias, sino por subrayar lo que realmente puede conocer el director, obviando en cierta medida la opción de mujer accesorio.
Extraña y por ello divertida, sin excesivos aspavientos aunque aparezca alguna broma propia del ‹slapstick›, y con la breve pero anecdótica presencia de Nicolas Bro (el tercero en discordia), Los carniceros verdes crea en un mundo gris para los carnívoros la misma experiencia que Eduardo Manostijeras con todo su colorido y estridencia para los ‹fashion victims›. Porque en Dinamarca la risa suena siempre más amarga.