Gabriel Velázquez viene acostumbrándonos en sus últimos trabajos a un estilo que a los españoles parece que nos vuelve locos cuando nos lo traen desde fuera pero al que no hacemos mucho caso cuando esa manera de hacer, con sus naturales diferencias, surge en nuestro propio territorio. El director de Salamanca ha seguido elementos de cineastas diversos de manera consciente y reconocida. Los planos largos y la mesura narrativa de Gus van Sant, por ejemplo, están presentes en películas del realizador charro como Iceberg (2011) o ärtico (2014); pero también lo están las temáticas morales y los conflictos de los hermanos Dardenne. Ahora bien, esta mirada hacia fuera para asimilar ciertas tendencias actuales y aplicarlas de manera personal a su cine no ocupa toda su labor, es decir, no se trata de una huida hacia el exterior que busque solamente abrazar las nuevas derivas del séptimo arte y quedarse ahí plantado esperando entrar a competición en algún festival mientras le da la espalda a sus orígenes y a sus raíces. Velázquez complementa ese ir hacia fuera con una mirada interior a la tradición cinematográfica española que se centra en dos puntos concretos. El primero de ellos, que se hace patente en sus personajes adolescentes marginales, se corresponde con esa relación de autodestrucción y destrucción del mundo circundante presente en los protagonistas del cine quinqui de finales de los años 70 y primeros de los 80. El segundo de estos dos puntos del cine español en los que se fija Velázquez es el fenómeno de las Conversaciones de Salamanca, acontecimiento histórico que tuvo lugar en mayo de 1955 y del que eleva a Basilio Martín Patino como esa figura paterna que en cierto modo le impulsa hacia adelante. Es esta síntesis entre cine patrio y tendencias emergentes del resto de Europa —en la que la esencia de la Península se encuentra en la base pero que deja de lado ese ímpetu mediterráneo para imponer en su lugar un pesimismo frío, gris y elegante—, la que convierte a Velázquez en un cineasta tan ecléctico como interesante y curioso.
Análisis de sangre azul rompe con todo esto de lo que se viene hablando, convirtiéndose así en una pieza totalmente autónoma dentro de la filmografía de su director. Co-dirigida por Blanca Torres, de quien es la idea original, la película está compuesta por material de archivo y por material rodado en 8mm por sus directores. Con el fin de jugar a aparentar ser, en su carácter de unicidad, una película de los años 30, el espectador verá ante sí lo que parece ser un documento encontrado recientemente pero registrado en la primera mitad del siglo XX y en el que se suceden imágenes y textos que dan constancia de la aparición en los Pirineos de un extranjero desconocido que padece amnesia y que es inmediatamente bautizado como El Inglés e internado en el sanatorio mental que dirige el doctor que graba la cinta. El reiterado intertítulo «¿Quién es El Inglés?» que representa la cuestión que se cierne sobre el doctor activa por igual la mente inquieta del espectador. ¿El segundo advenimiento de Cristo y sus devastadoras consecuencias comienzan en Zaragoza? ¿Un hippy de domingo, tripi y cabras en las montañas es asediado por una continua regresión del efecto del ácido hasta el punto de no dejarle volver a su anterior estado de identidad definida? Teorías plausibles y probables, sí, pero Gabriel Velázquez y Blanca Torres deciden dejarlo en el misterio. Un misterio que deviene en obsesión para el doctor-realizador, que en su sed de conocimiento medirá y observará el cuerpo extraño que se le presenta para poder transformarlo en número y en palabra. Es en este sentido que el cuerpo humano como objeto digno de observación tendrá gran relevancia en el desarrollo de la película, dando lugar a una serie de planos que revelan órganos sexuales, rostros que manifiestan la locura, vientres con bebé dentro, o simplemente figuras que se mueven delante de la cámara para ser retratados con el fin de ser contemplados o estudiados.
Con Análisis de sangre azul Velázquez y Blanca Torres llevan al espectador a un estado de confusión que también es necesario en la percepción cinematográfica. Vale que uno sepa que está ante una obra de ficción, y eso es algo que queda claro una vez que ves al propio Velázquez aparecer dentro del plano interpretando a su personaje, pero es la alternancia entre imágenes de archivo e imágenes recientes lo que impulsa al asistente a la sala a preguntarse llegado cierto momento cuál es su mundo cercano y cuál el ya pasado. Y esta sensación que se deriva de la distancia temporal en que han sido registradas las imágenes asciende a otra dimensión en cuanto atendemos al tema que se presenta con mayor insistencia: el de la locura. Y es que los diagnósticos y las teorías psiquiátricas y biológicas que nos presentan los directores por boca de su ficticio doctor, basadas en documentos del pasado, dan lugar a un choque que te deja tieso en el momento en que te vuelves consciente de que aquellas lavanderas que aparecen en el material de archivo aceptarían esas palabras del doctor sobre la idiocia como la apoteosis del conocimiento, mientras que el espectador contemporáneo percibe esas mismas palabras, al ser enunciadas por un individuo de nuestro tiempo, las recibirá con la ironía que origina el hecho de prestar atención a ideas científicas obsoletas, burdas y disparatadas. Es decir, que se juntan dos expresiones radicalmente diferentes sobre un mismo acontecimiento en una misma narración y que son consecuencia de la franja temporal que aborda la cinta. Lo cual es maravilloso. Pero más allá de esta armonía de los tiempos que se presentan, Análisis de sangre azul destaca por un encanto incalculable. Y es que los lugares registrados poseen ese atractivo y ese hechizo que hacen que algo tan simple como un plano de la Fuente del lobo de Béjar o aquel que revela la caída de bloques de nieve de un tejado te embrujen hasta dejarte exhausto. Gabriel Velázquez nos dijo hace unos meses (entrevista) que estaba flipado con su nueva película, que formalmente era impresionante. Palabras que parecían un arrebato de narcisismo desbordante y seboso se diluyen hasta desaparecer. Pasado el tiempo le damos la razón.