Oscuro, sucio, discursivo, duro… el apocalipsis zombie pocas veces ha encontrado su tono en una nota y, mucho menos, en una canción. Pero el género está para romper barreras, o eso debía pensar John McPhail, así que nada mejor que acercar ese contexto que también ha sabido hallar su vertiente más distendida —ahí están referentes como el Braindead de Peter Jackson o Shaun of the Dead— al ámbito musical, un nuevo horizonte a través del que expandir la mala baba del ‹mondo zombie› y, porqué no, su divertida predilección por el gore. Pero el apocalipsis musical (y zombie) del cineasta británico no se vuelca únicamente en torno a las constantes del terror; algo evidenciado desde sus primeros minutos, cuando un aluvión pop y juvenil hace acto de presencia. Ana y el apocalipsis encuentra en esa decisión un equilibrio entre dos géneros de raigambre diferenciada, intentando que ninguno quede engullido por el otro o, mejor dicho, que ambos sean capaces de retroalimentar la capacidad del relato en ofrecer soluciones que no desemboquen en un mero ‹déjà vu› por más que nos encontremos ante una mixtura tan extraña como inverosímil.
Ana y el apocalipsis recurre a estereotipos, sí, personajes que hacen de la convención su particular naturaleza, aunando inquietudes propias de la edad y, cuando no, del carácter del mismo individuo, pero McPhail desarma de alguna manera esa norma haciendo que tomen una autoconsciencia en su reflejo musical, y transformando ese microcosmos compuesto en torno a la canción en la más adecuada de las maneras de obtener otra percepción. No estamos ante un film que obtenga un gran calado en sus letras, pero aún así es capaz de desentrañar unas intenciones que juguetean con la perspectiva y descubren una respuesta, quizá no lucida, aunque cuanto menos apreciable y un tanto más sugerente de lo habitual. Algo que unido a la, en principio, enérgica puesta en escena, esas coreografías capaces de aportar la fuerza necesaria al relato e incluso el modo de dar voz a sus distintos personajes, proponen un resultado ciertamente estimable, por más que esa sensación se vaya desvaneciendo con el paso de los minutos; sobre todo, a medida que el film se adentra en una vertiente más genérica —la de su desarrollo— y se libera de espacios y bailes para encajar en un terreno, si bien coherente, no del todo afín a una faceta que hasta ese instante había logrado algo más que la supervivencia.
Es, de hecho, y con toda probabilidad, ese tramo final aquel donde tropezar con terrenos comunes que no terminan de favorecer el carácter despreocupado de la propuesta, en ningún momento pendiente de una búsqueda de vías colindantes que para nada beneficiarían su pragmática exposición, sino más bien de componer un divertido y simpático pasarratos. El hecho de querer llevar las relaciones —por consecuente que pueda resultar— a un lugar en el que consumarlas y, por ende, apelar a una cierta formalidad, no encaja pues con unas pretensiones cuya máxima parece cada vez quedar libre de atavíos y lograr atisbar un disfrute casi implícito en la propia película. Ana y el apocalipsis no arriesga, cierto, del mismo modo que la claridad de sus objetivos no nos debe hacer desmerecer un título directo y puede que mejorable, lejos de sus referentes, pero… ¿podría ser eso una falla ante estampas como un jersey con motivos navideños teñido de sangre o un árbol (navideño, también) ardiendo al lado de un edificio? En manos de cada cual está gozar con Ana y el apocalipsis desde el momento en que sus cartas centrales son puestas sobre la mesa.
Larga vida a la nueva carne.