Aunque es difícil de adivinar durante cuánto tiempo, es sugerente la coincidencia en la cartelera de dos películas que se aproximan de formas tan sugestivas, aunque diametralmente distintas, al concepto de la identidad y su íntima (y contemporánea) relación con lo mediático en la era de la hipervisibilidad, como son Quién te cantará, de Carlos Vermut y Ana de día, la obra que nos ocupa, ópera prima de Andrea Jaurrieta.
Estrenada en la sección oficial del pasado Festival de Málaga, la obra parte de una premisa sencilla, visitada de forma recurrente en la historia del cine, desde la consagrada Vértigo hasta Enemy, por ahora, la mejor película de Denis Villeneuve.
Una mañana cualquiera, Ana (susurrante y, por momentos, excelente Ingrid García-Jonsson) descubre a una mujer idéntica a ella saliendo de su portal. A partir de este desdoblamiento, habiéndose visto desde fuera, decide convertirse en su propio ‹doppelgänger› y empezar una vida nueva. La inmediatez (o insensatez) con la que el personaje de Ana cruza el umbral y acepta las nuevas reglas que rigen su mundo, son una primera demostración de fuerza, un gesto que apunta hasta donde Jaurrieta pretende forzar los límites de lo verosímil.
La dislocación del punto de vista que propone, con Ana como prisma, estratifica la diégesis y muestra todas sus posibles reconstrucciones. Como una suerte de Eurídice bicéfala, personaje y relato deambulan por un inframundo suburbano, a lo largo de tres subtramas, en algunas con más acierto que en otras, pero con una firme vocación común. La ficción como refugio, como evasión y, por tanto, como mentira, cuya falsedad siempre corre el peligro de ser revelada.
No es casualidad que el punto de giro que fragmenta el filme, a partir del cual su protagonista debe enfrentar todo aquello de lo que ha tratado de esconderse, aparezca en forma de ‹home movie› en una cinta de VHS. A través de un anticuado televisor, Jaurrieta nos obliga a presenciar un desfile de imágenes caseras, retales de una vida anterior, de un pasado ahora convertido en fantasmagoría. De este modo, la realidad se infiltra en los recovecos de la ficción, amenazando con resquebrajarla.
La brusquedad de algunas elipsis o los fundidos a negro refuerzan esta sensación de extrañamiento, de distancia quizá entre la historia y el espectador, que sobrevuela el relato, desde la imposible relación entre Ana y la dueña del cuchitril en el que se hospeda, hasta el coqueteo con el musical en el sórdido Radio City Music Hall. Caras y lugares que dan forma a su fantasía a ritmo de unas notas discordantes, que remiten a los inspirados trabajos de Mica Levi en Jackie o Theodor Shapiro en The Invitation.
El empeño de Ana de día por hacerse valer como ficción es su mayor acierto, pues evidencia la lucidez de su directora, a tenor de su contraplano final. La ficción puede abrazarnos, hacernos sentir cómodos, emocionarnos, pero siempre debe rendir cuentas con la realidad, de la que nunca será nada más que una pálida sombra. Sin duda, se trata de una película que brilla por todo aquello que permanece oculto, por todas esas hendiduras que deja a la vista del espectador, y se resiente cuando intenta atar cabos que están mejor sueltos.