Hace relativamente poco, hablando sobre la evolución del cine de Quentin Dupieux y un arco humorístico que ha ido encontrando la cadencia adecuada para su particular estilo, comentaba como el ‹timing› se constituye herramienta esencial en el marco de la comedia; un apunte, por otro lado de carácter tan obvio, que casi resulta inevitable realizar cuando uno se topa con títulos como el último trabajo del francés, Au poste!, o esta An Evening with Beverly Luff Linn que nos ocupa. Y es que más allá de los resultados, no es fácil hallar cineastas que manejen ese compás, descubriendo en la pausa un valioso aliado y haciendo del trabajo de los actores —en especial, de la dicción— un bastión en el que medir cada uno de los gags o diálogos que constituyen el film.
Jim Hosking continúa explorando esa comedia que enlaza con elementos de género y ya supuso en su debut una grata sorpresa lejos del componente escatológico que parecía germinar como sello característico. No hay que llevarse, pues, a engaño con un cineasta que posee recursos desvinculados de los ingredientes que a simple vista integran su cine. El absurdo desencadenado en el extravagante prisma a través del que componer sus personajes y un humor que a ratos abraza lo chabacano, el mal gusto si se quiere —aunque en pleno s. XXI ese sea un concepto más relativizado que nunca—, se evidencian así como señas identificativas que en ningún caso representan todos los mecanismos tanteados por Hosking para otorgar cuerpo a una obra que logra ir siempre por delante de la representación estrambótica que constituyen tanto determinados momentos como los individuos que la frecuentan.
La definición de un humor medido al milímetro y único en su especie —es cierto, se pueden hallar concomitancias con otros autores, especialmente ese estoicismo del que en ocasiones hace gala Wes Anderson— se fija en aquellos rasgos que escapan a la evidencia, que no se antojan tan arbitrarios frente al dislate propuesto. La forma de la gracia estirándose hasta la extenuación, bordeando los límites e incluso estrechando una tan extraña como cómplice incomodidad, o la reiteración como envoltura consabida pero no por ello menos efectiva, se conforman como piedra angular de la óptica de Hosking; y es que en el británico encontramos un cineasta que mide espacios y repeticiones como si fuesen esenciales en la configuración de unos personajes que dan otro paso, y lejos de fijar ese esperpento al que aluden como parte indispensable de un todo (que también), se parapetan en un paréntesis que no hace otra cosa que alimentar la insólita naturaleza en que se concibe An Evening with Beverly Luff Linn.
Pero en la condición de la obra de Hosking no todo queda sostenido por el particular uso de los códigos de la comedia, y si comentaba que el autor de The Greasy Strangler es capaz de encontrar subterfugios necesarios en el cine de género —hasta ahora, siempre implementados mediante personajes que modelan el film; casualmente (o no), tanto en su debut como en este nuevo trabajo, implícitos en el título de los mismos—, no se comprende sin estos un universo que es algo más que estrafalario. La mirada a géneros colindantes que mutan de la más sorprendente de las maneras, no se desentraña no obstante deslizando piezas ajenas al terreno cómico, y el cineasta es capaz de adecuar el aparato formal componiendo desde lo visual y a partir de una banda sonora que se integra a la perfección en las zonas más profundas del film. La magnífica labor de un elenco donde encontramos a Aubrey Plaza, un Emile Hirsch desatado, Jemaine Clement o Craig Robinson, además de nombres habituales en su obra como los de Sky Elobar y el genial Sam Dissanayake —ojo a las apariciones de este actor en el cine de Hosking—, casi queda desplazada ante la concepción de una comedia donde no sólo prevalecen las risas, aunque al fin y al cabo sean lo más celebrado de esta imperdible ‹rara avis›. La comedia que, en definitiva, estábamos esperando.
Larga vida a la nueva carne.