Poca duda cabe que con Amor y matemáticas nos encontramos ante uno de esos films que versan sobre las segundas oportunidades, sobre encontrar un espacio desde el que poder afrontar el periplo propio a través de una perspectiva renovada. Un terreno que, no por consabido, incluso manido si se quiere, debe dejar de resultar estimulante; un estímulo que la cineasta mexicana Claudia Sainte-Luce encuentra en su cuarto largometraje hasta la fecha en ciertos recursos estilísticos, transitando tanto a través del formato escogido como de los distintos movimientos con que la cámara se desplaza sinuosamente por una serie de lugares desde los que definir el entorno en el que se mueve Billy, el protagonista. Algo que logra parcialmente pero en especial en su primer tramo, donde la ausencia casi velada de la mujer de Billy evidencia un presente constreñido, en parte, por las circunstancias en un reflejo que Sainte-Luce también traslada a la composición de algunos de sus planos, quizá de una forma un tanto más obvia, pero desde la que glosar un estado cuya respuesta al mismo se irá manifestando durante el transcurso del relato.
Amor y matemáticas es, de este modo, capaz de transmitir una serie de sensaciones mediante la planificación por la que opta la autora de Los insólitos peces gato que, sin embargo, no se traslada igualmente a un tono que por momentos se pierde en una deriva pronunciada, siendo la carencia de una mirada más punzante su mayor debe, y en ocasiones se intuye algo chabacana, como si aquello que logra llenando cada estampa y realizando transiciones de lo más sugerentes, no encontrase una escritura a la altura de las intenciones de Sainte-Luce. Ello se sustrae en especial del comportamiento ciertamente veleidoso de la mujer del protagonista, que si bien surge de alguna manera como reflejo de clase, se manifiesta de forma un tanto vaga, casi como un modo de justificar la dirección que tomará el film, así como las decisiones de Billy, sustentadas por ese anhelo de volver a un terreno que, de repente, parecerá tomar forma en su día a día, ya sea por encuentros más o menos forzados (como ese momento en el supermercado) o por la aparición de personajes que le harán cuestionarse el camino tomado.
Así, y aunque el film reafirme parte de sus aspiraciones a través de un aparato formal que mejor funciona cuanto menos se expone a un guión demasiado perezoso, especialmente en el modo de realizar una progresión dramática adecuada que en no pocas ocasiones resulta artificial, lo cierto es que Amor y matemáticas nunca llega a encontrar por completo esos estímulos a los que hacía alusión, complementando esa evolución con un tramo final que, por si fuese poco, se siente cursi en la consecución de un espacio, el de esa sala de conciertos, que se termina revelando como la vía de escape deseada. Estamos, en definitiva, ante una obra cuyo esmero en lo visual no se ve correspondido con una historia ya no solo a la altura, sino que aproveche unas posibilidades que, a juzgar por los elementos con los que cuenta, parecía poder desplegar un discurso mucho más maduro e interesante de lo que revela Amor y matemáticas quedándose, al fin y al cabo, en una planicie tan inofensiva que ni sus intenciones pueden llegar a elevar unos mínimos exigibles.
Larga vida a la nueva carne.