Participar en un especial dedicado a mujeres directoras de cine siempre es un placer porque hay muchas y muy buenas, si bien me hubiera gustado no contribuir al mismo, pues ello hubiera significado que no sería relevante lanzar ninguna reivindicación por razón de género en cuanto a quién se sitúa detrás de la cámara, hombre o mujer. Ya que hay películas muy buenas dirigidas tanto por mujeres como por hombres, también las hay muy malas, o al menos a mí me lo parecen, con líderes tanto masculinos como femeninos. Cierto es que en cantidad los hombres arrasan, y ese es el motivo esencial que ofrece una senda que merece la pena para reclamar la figura de la mujer creadora de realidades e imágenes cinematográficas.
He decidido rescatar a un nombre tan emblemático como Lina Wertmüller en este especial pues su cine contiene todo lo que más me fascina. En primer lugar su mirada es unisex y por tanto tarificada sin otorgar ningún viraje intencionado en favor del lado masculino o femenino. Igualmente Lina sabe explotar esa mala baba típicamente italiana consistente en satirizar los demonios de su pasado, otorgando de este modo a la recuperación de la memoria histórica unos derroteros absolutamente portentosos de resultados sublimes, sin insuflar ningún tipo de moraleja perniciosa ni adoctrinamiento intencionado, sino dejando que sea el propio relato el que confeccione el traje más adecuado en función del semblante del espectador. Finalmente su absoluto dominio de la puesta en escena (con manifiestas reminiscencias al universo Felliniano), pues Wertmüller fue una autora total que ejecutó sus mejores obras en los años setenta sirviéndose de los paradigmas de la comedia absurda característica de la filosofía italiana para verter unas tramas que escondían bajo su apariencia de dóciles operetas unos mensajes demoledores y deprimentes, siempre centrando el foco en el ser humano como eje fundamental de la historia (sí, Lina es otra de las últimas humanistas que le quedan al mundo de la cultura), un ente minúsculo, maldito y atrapado en un laberinto construido bajo los cimientos de las prerrogativas políticas, ideológicas, religiosas o morales aceptadas por la mayoría de la sociedad. Un cine políticamente incorrecto, en cierto sentido grotesco y caricaturesco, pero sustentando en un potente compromiso ideológico (aunque no sectario como ya he comentado) siempre en favor de los más débiles y desprotegidos martirizados estos por quienes administran los núcleos de poder social o político.
Todo esto es Amor y anarquía, película producida después del éxito obtenido el ejercicio anterior con Mimi, metalúrgico herido en su honor (repitiendo con la dupla Giannini-Melato de nuevo) y cuyos derroteros serían profundizados en las posteriores Insólita aventura de verano y Pasqualino: Siete Bellezas. Comedias todas ellas absurdas y extravagantes, protagonizadas por unos personajes al borde del delirio forjados con un temperamento digno de los moradores del más loco de los manicomios que deambulaban asimismo por atmósferas atestadas de egoísmo, barbarie y otras atrocidades que determinaban el régimen por donde se desenvolvían estos anti-héroes wertmüllianos.
En este sentido, el relato se situa en la Italia de principios de los años treinta. Una nación gobernada por el estado del miedo impuesto por el gobierno fascista de Benito Mussolini y su milicia de camisas negras. Así llega a Roma procedente de un pequeño pueblo rural del interior del país un joven llamado Antonio Soffiantini (Giancarlo Giannini eterno y siempre genial bajo las órdenes de su directora de referencia, Lina, quien lo adoptó como su actor fetiche) que esconde bajo su talante de paleto de pueblo a un anarquista que ha decidido sacrificar su vida con el objeto de asesinar al Duce y de este modo vengar la muerte a manos de la policía del régimen de un viejo amigo anarquista. Para lograr su objetivo Antonio cuenta con el apoyo de Salomé (Mariangela Melato), una prostituta simpatizante del movimiento que labora en una céntrica casa de tolerancia de la capital italiana gestionada por una obscena madame llamada Aida. Salomé presta toda su ayuda al recién llegado haciéndolo pasar por un sobrino suyo para así darle refugio en el burdel sin levantar ningún tipo de sospecha. Serán solo dos días de hospedaje hasta que llegue el día del objetivo. Y aunque Antonio se muestra bastante tímido y taciturno ante la presencia de las meretrices, la estancia en el prostíbulo con sus comidas, bailes y conversaciones cotidianas provocan el nacimiento de un tierno amor entre Antonio y Tripolina, una joven napolitana tan prudente como tierna de la que cae perdidamente enamorado suscitando de esta forma los celos de su tía postiza Salomé.
No obstante Antonio sigue con su plan, haciendo migas con el jefe del servicio secreto fascista que a su vez es amante de Salomé, un ser grotesco y repugnante que hace gala de esa prepotencia, arrogancia y felonía típica de su especie, de su odio de clase, de sus obsesiones dictatoriales que serán debatidas por un Antonio que emplea esa sabia filosofía rural narrando una bella parábola en la que un fiel y obediente perro acaba revelándose en contra de su cruel amo, pues los desesperados son gente loca cuya desesperación da pie al surgimiento de su rebeldía. Pero a medida que se acerca el día de autos, Antonio se cuestiona el sentido de su misión, su muerte en favor de esa masa desconocida llamada pueblo, pues en su mente florece una disputa entre el deber y el amor, entre el compromiso político y el individual, entre el sacrificio colectivo y la felicidad propia. ¿Triunfará así el amor o la anarquía?
Bajo su revestimiento de comedia absurda, Amor y anarquía se eleva fundamentalmente como un cuento terriblemente triste y apocalíptico que nos recuerda el oscuro destino al que está condenado ese ser humano presa de sus sentimientos, exento de automatismos demoledores de conciencia y víctima de un colectivo manso y obediente que no discute ninguna de las órdenes que se acatan sin rechistar, ya sea por debilidad o por miedo. Wertmüller brindará todo un recital haciendo suya cada escena que vertebra el contenido del film. Para el recuerdo esa radiografía del burdel, siempre iluminado en colores rojos y sórdidos que anuncian el fatal sino que espera a sus ocupantes. Y también esas interpretaciones histriónicas hasta la médula, representadas por unos actores y actrices dotados de un rostro muy peculiar y esperpéntico, moldeados con cuerpos entrados en carnes y deformados, sin duda muy influido esto por la obsesión felliniana de no esconder el lado más grotesco de la vida. De este modo el burdel será un símbolo. Una alegoría de esa sociedad italiana sumisa ante el poder y sometida al dinero. Asimismo rendida ante una dictadura (ya sea política o del sexo) que despunta sin oposición, una sociedad resignada ante la barbarie y el asesinato, ante la explotación de los más pobres para que los más ricos sigan paseando su soberbia vestidos con trajes de seda blanco.
Para la memoria queda el reflejo de la vida cotidiana entre las cuatro paredes del prostíbulo y en especial la escena casi muda de la cena celebrada para festejar la llegada de Antonio en la que las cortesanas darán rienda suelta a sus interioridades de un modo tan naturalista como magistral. Así entre viandas y vino charlarán animosamente de sus preocupaciones, de sus aspiraciones y ambiciones ante la mirada entre impertérrita y sorprendida del recién llegado, un Giancarlo Giannini que vuelve a estar portentoso a los mandos de Lina Wertmüller, sin duda el autor (o autora como dicen algunos) que mejor supo sacar jugo de sus sublimes dotes para la interpretación, siendo premiado por ello con la Palma de Oro al mejor actor en Cannes gracias a ese rol entre tierno, inmaduro y delirante con el que empapa a su personaje.
Amor y anarquía se destapa pues como una de las mejores comedias melodramáticas de la historia del cine italiano y una de las más grandes piezas producidas en los años setenta en aquella geografía. Tejiendo a partir de un tono en principio leve, una compleja metáfora que exalta la libertad (empleando para ello una fina sátira) en las orillas del tristemente recordado período fascista, siendo a su vez adornada con una estupenda banda sonora compuesta por la dupla Carlo Savina / Nino Rota y un diseño de producción que no pierde detalle en recrear la vida en la Italia de esos años, lanzando una clara crítica tanto al fascismo como a cualquier doctrina política que coarte la libertad del individuo, y que por tanto emerge como un canto en favor del humanismo como único vehículo posible para poder establecer relaciones de igualdad con nuestros semejantes.
Todo modo de amor al cine.