Hablar de una película como esta Amor de Michael Haneke debería ser un ejercicio sensitivo antes que un frío análisis clínico, y es que de ese análisis, precisamente, el que siempre ha servido como principal herramienta de los detractores hacía el cine de Haneke durante sus más de dos décadas tras el arte cinematográfico, no hay ni rastro en su nuevo trabajo. Para ello, el cineasta austriaco ha puesto los cimientos de su obra en una idea que posee más de romántica de lo que se intuye a simple vista, la de una pareja de avanzada edad que se encontrará en una difícil situación cuando ella, repentinamente, padezca una grave parálisis.
Lejos de lo que pudiera parecer al encontrarnos ante una película donde la enfermedad parece ser el epicentro de la misma, la vejez se alza como uno de los principales puntos de sujeción de un relato a través del cual Haneke nos habla sobre un sentimiento que incluso cuando ha perdido otras tantas motivaciones con el paso del tiempo, sigue prevaleciendo por encima de todo. Amor es más en ese sentido una demostración de ternura y afecto donde no necesitamos oír ni una sola vez la palabra que da título al film para saber que está presente en todo momento, que una exploración de otras temáticas que ni siquiera se plantean en un discurso del todo cristalino.
Hay un instante en que el personaje interpretado por Jean-Louis Trintignant le cuenta una vieja historia a su mujer sobre una vez que fue al cine y, a la vuelta, le relató a un compañero suyo, henchido de emoción, toda la película intentando no desmoronarse en el transcurso del relato. Al finalizar, su personaje reconoce no recordar absolutamente nada acerca del film que vio, así como de las consecuencias que derivaron de ese visionado, pero en cambio conserva todavía el recuerdo de aquel sentimiento que le desarmó emocionalmente dejándole cuasi desnudo ante la mirada de su amigo.
Es ese sentimiento el que prevalece en una cinta donde los dos protagonistas han llegado a cierto punto en el que es lo único que queda. Es por ello, que cuando Georges (Trintignant) toma la decisión que toma entorno a la enfermedad de su mujer, uno sólo lo puede contemplar como un acto romántico, un acto de auténtico respeto y admiración que le lleva a respetar todas las decisiones y promesas que le realiza a su pareja, incluso siendo consciente de que quizá, llegado cierto punto, a Anne ya no le importe como terminará sus días por el mero hecho de que ni siquiera es ella misma.
Georges, ajeno aunque consciente ante esa situación, intenta aliviar un dolor que no es tan físico como psíquico o moral, y lo hace con gestos de lo más humanos, que nos acercan no sólo a la persona que es él, sino también a una relación construida y mantenida durante años (así nos lo hace saber Huppert con ese acertado diálogo acerca de sus noches encamados). De ese modo, mediante gestos o incluso consignas entre ambos como esa canción que le canta Georges en un determinado momento pero de la que el espectador no conoce su procedencia, es como él intenta mantener encendida una pequeña llama que también percibe el espectador.
Pero la enfermedad no es lo único con lo que tendrá que lidiar, también con la irrupción en escena de una hija que no comprende las decisiones de su padre y que desea encontrar una salida más cómoda tanto para él como para ella, terminando así sus visitas en discusiones acerca de si Anne podría estar mejor atendida en otro lugar o de si Georges debe soportar esa carga que él decide aceptar sin ningún tipo de reparo, actuando con una naturalidad y entereza que resultan francamente admirables, como incluso le confiesa un vecino suyo que le lleva la compra y le ayuda en todo lo que puede.
A nivel formal, Haneke construye Amor como el último bastión de un sentimiento inacabable, y para ello busca proyectar una transparencia en sus imágenes que se ve respaldada por una puesta en escena que rebosa sencillez, sin abusar de iluminaciones que nos lleven a determinados extremos (excepto en una secuencia en concreto, donde rompe ese pacto convenientemente), empleando planos que no buscan forzar la emoción del espectador (por ejemplo, sorprende la carencia de planos más cercanos, aunque ello es más quizá una característica del áspero cine del austriaco) e incluso haciendo uso solamente de música extradiegética (es decir, aquella que está justificada dentro del marco del film).
En el plano interpretativo, y aunque a priori el papel que se antojaba más complicado era el de Emmanuelle Riva (que cumple a la perfección), quien maravilla con su interpretación es un Jean-Louis Trintignant que está espléndido, quizá porque entiende a la perfección lo que Haneke busca en él y construye un personaje a la medida del film: transparente, que embebe de sentimiento la pantalla y desnuda sus intenciones con una pericia realmente asombrosa, haciendo de la suya una de esas actuaciones difíciles de olvidar, por conseguir despojarse precisamente del precepto de estar interpretando un papel. Tampoco hay que olvidar en este ámbito a una Huppert que ya nos tiene acostumbrados a la magnificencia, pero que consigue hacer temblar la pantalla en dos momentos en concreto que le dejan a uno con un auténtico nudo de sensaciones en la garganta.
El retrato que realiza Haneke en Amor es sencillamente magnífico, evitando siempre los recovecos de un relato que podría haber apelado incluso a la pornografía del drama, pero que en manos del austriaco logra atrapar toda la dureza que en ella se debe contemplar, sin buscar premeditadamente situaciones que pongan al espectador contra las cuerdas y consiguiendo con esa disección de uno de los sentimientos más férreos que existen que todo parezca natural, como lo sería si uno viviese exactamente una situación que en sus manos casi parece trivial ante la fuerza de un sentir que pocas veces ha sido tan bien reflejado en pantalla.
Larga vida a la nueva carne.