Había cierta reticencia en torno al nuevo trabajo de Zhang Yimou, por lo menos por parte de un servidor que, tras quedar más que escarmentado con su vacua y ampulosa aportación al ‹wuxia› (en especial, por cintas como Hero o La maldición de la flor dorada) y conocer el tibio recibimiento que supuso su retorno al terreno dramático con La búsqueda, no ponía grandes esperanzas en Amor bajo el espino blanco, trabajo en el que Yimou vuelve a tiempos pasados (en este caso, la Revolución cultural china, sobre la que ya viró una de sus mejores obras, ¡Vivir!) para contarnos, cómo no, una historia de amor. A través de esa etapa de la historia del mastodóntico país oriental, expone las inseguridades de unos personajes que deben dar con cautela cada paso y cuidar cada decisión al mínimo detalle. De entre esas decisiones, surge uno de esos amores cuasi prohibidos que bien pronto empezará a encontrar obstáculos.
El gesto (esos regalos acompañados por primeros planos de las manos de ambos protagonistas, ese primer y confidente apretón de manos en mitad de la noche e, incluso, esos vendajes antes de la amarga despedida) cobra una importancia primordial, pues, en un contexto que sólo parece permitir una relación velada y se nutre así de elementos —ya sean los mentados gestos u objetos (el cuenco, la chaqueta roja, etc…)— simbólicos que permiten a los protagonistas tener su rincón más íntimo dentro del film sin necesidad de esconder unos sentimientos que se palpan en multitud de recovecos del film, quizá por el hecho de que Yimou acierta dejando a un lado su faceta más melodramática y logra que tanto sus personajes como relato respiren, aunque desgraciadamente no tenga el mismo tacto y delicadeza para mantener esa historia intacta sin recurrir a excesos que ya se han dado más de una vez en su carrera, que para componer determinados instantes que bordean lo estrafalario y parecen no tener cabida en una cinta que quiere resultar más sensible de lo que verdaderamente es (ese momento de involuntario ridículo en la bici, la insustancial aparición de la secundaria de turno para intentar crispar ese amorío…).
Yimou aplica también esa contención a unos paisajes que cobran nuevamente carácter propio y se desprenden de ese colorido tan típico del director, alejándose de los tonos vivarachos, ocres o fríos y manteniendo una misma gama tonal durante casi todo el metraje de Amor bajo el espino blanco. Así logra que todo lo que reside en un fondo que no se ve viciado por la exageración, se mantenga y equipare en unas formas que pocas veces se han visto traicionadas en su cine y que en esta ocasión componen con sutileza la esencia de su propuesta, desgranando así un relato al que, en su vertiente más literal, pocas pegas pueden sacársele más allá de una conclusión quizá un poco abrupta, teniendo en cuenta cómo Yimou había sorteado con pericia las pocas trabas que se le habían presentado (concediéndoles pocos minutos y dándoles la menor importancia posible dentro del conjunto), y había compuesto una de esas piezas de extraña sensibilidad que tan bien se le dan al chino.
La réplica a todo el esfuerzo puesto por parte de su director de no caer tanto en postales cursis y almibaradas como en secuencias de lo más relamidas (cosa que ya le sucediera, por ejemplo, con El camino a casa), la pone una intérprete que se aleja de la corrección para rozar la perfección en algunos momentos, y es que Zhou Dongyu, otro de los descubrimientos de Yimou para un rol femenino (recordemos que en su día ya nos dejó embobados con Gong Li y Zhang Ziyi), además de poseer una extraña belleza también posee un fantástico don para medir el termómetro vital de un personaje y conseguir que cada secuencia dramática, sea más o menos concluyente, posea el tono adecuado y no derive en uno de esos momentos que logran toparse con la vergüenza ajena del espectador (como en Un corazón invencible de Winterbottom y la escandalosa ‹performance› de la Jolie).
Si hubiese que achacarle algo a Amor bajo el espino blanco es que en manos de un Yimou no tan lejano al que un día llegamos a conocer, se torna arrítmica por momentos y no logra que los impulsos dramáticos milimétricamente colocados desencadenen en una de esas conclusiones a las que tan acostumbrados nos tenía un cineasta al que habrá que seguir esperando en su mejor versión. Ojalá no sea por mucho tiempo.
Larga vida a la nueva carne.