Dirigida por una cineasta que no es precisamente nóvel, Mireia Gabilondo, quien con anterioridad ya había co-dirigido el largometraje Kutsidazu bidea, Ixabel (Enséñame el camino, Isabel, 2006) junto a Fernando Bernués, además de tener experiencia en televisión y haber participado en el documental Barrura begiratzeko leihoak (Ventanas al interior, 2012), y basada en la novela homónima de Karmele Jaio, Las manos de mi madre es uno de esos dramas cuyas intenciones no intentan sobreponerse al conjunto a toda costa en la búsqueda de una empatía que el cineasta debería lograr manejando los entresijos de un relato que, en el caso que nos ocupa, va mucho más allá de lo que se podría deducir al conocer que un tema tan delicado y cada vez más candente en nuestra sociedad como es la enfermedad de alzheimer tiene su papel.
De hecho, que Gabilondo ni siquiera haga mención a susodicha aflicción en ningún momento del film (más bien lo sugiere y da a intuir en las conversaciones entre la protagonista y el médico) ya es toda una declaración de intenciones para que el espectador comprenda que Las manos de mi madre prefiere dar un paso adelante y no centrarse en la enfermedad, sino más bien emplearla como pretexto para contarnos una historia de redención a través de la cual dotar de una dimensión distinta al drama, y alcanzar un tono que no se agrava y, quitando algún que otro detalle (como esas toscas añadiduras de la habitación colindante cada vez que la protagonista sale de la de su madre), sabe equilibrar a la perfección el film.
Así es como nos adentramos en la vida de Nerea, una madre de familia que tiene en su principal apoyo a su pareja, un muchacho británico, y trabaja para la redacción de un periódico, pero a la que las cosas no parecen ir del todo bien: los problemas con la niña se acentuan levemente cuando desde la escuela todo parece indicar que hay algún tipo de déficit de atención (precisamente, por parte de Nerea), los rifi rafes laborales con un editor que impone sus propias decisiones y no ofrece el mejor ambiente (hecho que queda muy bien reforzado con los planos del interior de la oficina, siempre como acechantes) a la protagonista y, por último, la hospitalización de su madre, quien no parece reconocer a nadie, terminarán de colmar el vaso en una situación que, por momentos, se antojará insostenible para Nerea.
La falta de tiempo para poder acompañar a su madre en su nueva situación (tanto ella como su hermano tienen trabajo y responsabilidades familiares) hará que Nerea termine acudiendo a la hermana de su madre, Dolores, quien vive en Alemania. A la llegada de este nuevo personaje, se unirá el de Carlos, un ex de la protagonista que volverá largo tiempo después de haber desaparecido de la noche al día de su vida. Quizá en ese sentido, Las manos de mi madre peca de querer abarcar demasiadas subtramas, quedando desdibujadas algunas de ellas como esta última o la tenue relación con su marido, que más allá de algún diálogo bien urdido, no ofrece mucho más al devenir de un film como el que nos ocupa.
Por contra, Gabilondo sabe trazar con pulso la historia de esa mujer con alzheimer, ayudándose en especial por la presencia del personaje de Dolores, quien desentrañará episodios pasados de la vida de Luisa que servirán al espectador para ahondar un poco más en los sentimientos de la madre de Nerea, y por algunos flashbacks que, sin resultar demasiado sugerentes en su ejecución, como mínimo dotan de cierto empaque al relato. Todo ello contribuye a moldear un trabajo que en sus compases finales obtiene, casi sin pretenderlo, un tono menos tangible, dotando así de un carácter no tan dramatizado a ese final y redondeando una propuesta que, cuanto menos, resulta interesante por dotar de un enfoque distinto tanto a la historia que la compone como a esa temática cada vez más presente en el mundo del cine (ejemplos recientes serían las españolas Arrugas o Bicicleta, cuchara, manzana).
A destacar, aludiendo a este último aspecto, que no por emplearlo más bien como pretexto, Gabilondo ofrezca un tratamiento baldio o descuidado, más bien al contrario. De hecho, en ocasiones incluso resulta complicado empatizar con el personaje de Nerea debido a lo bien escenificada que está esa presión que soporta además de por sus problemas personales, por la inesperada llegada de un mal que sólo se comprende cuando se ha sentido en las propias carnes. La cineasta sabe dotar en ese sentido de cierta sensibilidad a una de esas cintas que quizá pasarán de puntillas por las salas (aunque desde aquí, un servidor les desee toda la suerte posible), pero compone un mosaico suficientemente esforzado como para alejarnos de los estigmas y tópicos del cine español en una interesante aportación.
Larga vida a la nueva carne.