Hablar de testamento cinematográfico al revisar el último film de un director antes de su traspaso podría ser considerado un ranciofact catedralicio, amén de excusa muy barata para loar hasta la náusea las virtudes del film y el cineasta en cuestión, no sea que se acuse de falta de respeto y ya de paso de mal gusto. Ya se sabe los mejores son los que se van y el partido se ha perdido porque Pepito Da Silva estaba lesionado.
Sin embargo, y a riesgo de ser contradictorio, aplicar la susodicha frase sobre el legado fílmico a la última película de Alain Resnais antes de pasar a mejor vida, no deja de tener cierto sentido. Entre otras cosas porque el propio director francés parecía asumir con cierta retranca y grandes dosis de ironía fina el tratamiento de la muerte cercana y como afecta a los círculos sentimentales y personales más cercanos.
De alguna manera estamos ante el reflejo de su anterior film, Vous n’avez encore rien vu. Si en aquella estábamos ante un funeral falso, en el territorio del que dirán ahora que piensan que estoy muerto, en Amar, beber y cantar por el contrario focaliza la absurdidad de la preocupación existencial… de los que precisamente van a disfrutar de dicha existencia.
Justamente el off absoluto del próximamente finado George Riley sirve no tan solo para desencadenar el vodevil emocional y amoroso del resto de los personajes (encarnados como no por la deliciosa tropa habitual de Resnais, Dussollier, Azéma… etc) sino para constatar la absoluta despreocupación y alegría con la que Riley afronta sus últimos meses contrastándolo con los constantes juegos de “correveydiles” que se llevan entre los demás.
La propia puesta en escena, esa especie de teatrillo amateur y cartón piedresco donde se desarrolla la acción (y que entronca perfectamente con la condición de actores amateurs de los personajes), ayuda a crear ese ambiente de abstracción, de vida de prestado de los personajes. Como si su identidad se diluyese en aras de satelizarse alrededor del planeta Riley. Resnais, incluso, se permite genialidades, como los desnudos abstractos tras los personajes, convirtiendo sus diálogos en meras frontalidades de confesionario de Gran Hermano. Al final, y eso es lo más divertido no sabemos si interpelan al espectador, a Riley o sencillamente convierten los diálogos con sus ‹partenaires›, en meros monólogos angustiados y cerrados ante los que no hay más replica que el rebote del sonido contra una pared.
Sí, todo esto hace mucha gracia y sí, está en el mismo tono vaporoso burlesco de las últimas producciones “resnesianas”. Pero también hay un espacio para escarbar, para darse cuenta de la profunda tristeza que destila todo. Porque puede que Resnais se despida con un ataúd, flores y una música que invita a la celebración más que a la tristeza, cierto, pero viendo el semblante de los vivos no nos cabe duda que la idea que deja el director francés sobre la condición humana es ciertamente pesimista. Y es que en el fondo toda ironía, por estilizada e inteligente que sea, siempre es un recurso motivado por las pocas ganas de ser cruel y directo en la descripción de las situaciones. O lo que es lo mismo una invitación, en este caso la última, a reír por no llorar.