En lo que concierne a Amanece en Edimburgo, no me parecen en absoluto contradictorias las afirmaciones “se trata de un musical pulido que funciona perfectamente según sus pretensiones” y “esta es una mala película, superficial y carente de contenido”. A mi entender existen múltiples fórmulas (todas ellas igual de válidas) para analizar un producto, la más habitual de las cuales se reduce a “me gusta” o “no me gusta”. Este método, probablemente el más frecuente (un servidor levanta la mano como claro ejemplo), con frecuencia va acompañado de observaciones que tienen como objetivo demostrar que, a pesar de la inevitable subjetividad del redactor, éste es capaz de apreciar determinados elementos “objetivamente” positivos u negativos; en cualquier caso ajenos a su posicionamiento. Respecto al título que nos ocupa, personalmente veo una película claramente competente en su terreno, pero que por razones expuestas más abajo se encuentra radicalmente alejada del tipo de película que calificaría como “buena”. Es por ello que me dispongo a centrar mi atención en ambos hechos: sus virtudes en tanto que película perteneciente a un determinado colectivo y los motivos por los cuales considero menos que mediocre dicho colectivo.
El segundo trabajo de Dexter Fletcher posee el virtuosismo rítmico que acostumbra a pedírsele a cualquier musical orientado al público de masas. Está dotado, además, de canciones pegadizas, compuestas por melodías simples y repetitivas que fácilmente calan en la memoria del espectador; cada una de ellas adecuadamente perfilada según su función en la escena correspondiente. Por otra parte, el director cuenta con una estructura narrativa magníficamente organizada, provista de constantes cambios de rumbo argumentales que eliminan toda posibilidad de aburrimiento. Además, todo ello está ayudado por un efectivo toque céltico, cortesía de la gaita que acompaña las melodías de las canciones y también de la banda sonora (detalle perfectamente en acorde con la situación geográfica en que se desarrolla la acción, esto es, a pocos pasos del territorio escocés). Vale la pena decir, por otra parte, que el guionista Stephen Greenhorn tiene el detalle de respetar las decisiones de sus personajes, sin llegar a posicionarse sobre la ética de las acciones de los mismos. Por último, señalar que en los números musicales los actores se esfuerzan considerablemente en lograr una afinación relativamente decente.
Bien, manos a la obra. Como entredije en el inicio, todo lo mencionado (que puede resumirse con la citada frase “se trata de un musical pulido que funciona perfectamente según sus pretensiones”) no entra en contradicción con el hecho de que Amanece en Edimburgo no sea otra cosa que un relamido, convencional y sensiblero relato sobre el amor en el sentido más reduccionista del concepto (lo que puede resumirse con la frase “una mala película, superficial y carente de contenido”). Los personajes son meros estereotipos sin ningún detalle que logre hacerlos destacar, del mismo modo que la planificación y la puesta en escena responden a único objetivo de resultar vistosamente gustosos a ojos de todo el mundo. Por lo que respecta a la banda sonora, estamos ante una de las composiciones musicales más almibaradas que se hayan visto en el cine de los últimos años; una música que se resiste a toda costa a despegarse de los personajes, llegando a resultar más cargante incluso que las empalagosas melodías de Alan Silvestri. Con todo, estamos antes una película de cuidado envoltorio (nuevamente, según sus pretensiones) y ridículo contenido, cuya trascendencia resulta tan discutible como su previsible moraleja.