Georges Laffont es un ex-capitán del ejército francés, un antiguo soldado que, como tantos otros, parece preso de un olvido que él mismo alimenta a través de una visión desencantada de la que no desea huir. Laffo, cuyo apodo le atribuye su fiel escudero en tierras africanas Diofo, es también, no obstante, algo parecido a un mito. Así es como percibe ese personaje sus desventuras narradas a la tribu en la que habita asiendo objetos que sirvieron a nuestro protagonista para combatir en la guerra. Pero lejos de sentir una reciprocidad en lo narrado por Diofo, sea cual sea el alcance de su relato fabulador, Georges rechaza todo aquello que tenga relación con las cicatrices de un pasado del que busca escapar: desde lo material —rechazando el disparo de un rifle, o el toque de una corneta…— hasta lo emocional —la vuelta a la sociedad de la que procede, la aceptación de un probable progreso…—. El desaliento forma así parte de un modo de vida que se simplifica y cuasi primitiviza en un entorno cuya única respuesta es el olvido, tanto de su pasado más inmediato como de aquel del cual formó parte antes de partir para afrontar el conflicto del que le tocaría participar.
El retrato psicológico que establece Emmanuel Courcol en su ópera prima sobre un personaje central que dota de sugestivas notas al contexto en el que se aloja, es entendido por Romain Duris como parte primordial de un film en el que quizá no se atisbe la complejidad que parece querer comprender Alto el fuego en más de un momento. Y es que más allá de su narrativa adulterada —más simple de lo que pretende—, las relaciones que establece Georges —con Hélène, la profesora de su hermano, y especialmente con éste, llamado Marcel, por el contraste que existe entre ambos— y la singular visión de su protagonista, la cinta termina por transitar ciertos lugares comunes, pecando de una transparencia que, lejos de agilizar el conjunto y transferir una ligereza que no le viene nada mal para contraponer el intenso retrato realizado en la primera parte de Alto el fuego, sencillamente desplaza un carácter mucho más sugerente y rico en matices. Su principal atributo hasta entonces, la descripción de un momento, de una etapa, a partir de la introducción de su personaje central, se diluye encontrando sólo en instantes aislados el suficiente espacio como para seguir dando forma al discurso de la obra.
Los vínculos, que sirven o deberían servir como subterfugios para un Georges que decide volver con su familia por motivos evidentes —aunque en un inane ‹flashback› intente clarificar una situación bastante obvia en esa huida de la barbarie emprendida por el protagonista—, no alcanzan de este modo la fuerza que sí posee, por otro lado, la crónica que sustenta las intenciones y discernir del personaje. Alto el fuego se queda, en ese sentido, como un intento baldío con material lo suficientemente atrayente al indagar en un escenario que, si bien ha sido explorado en no pocas ocasiones en el ámbito cinematográfico, sugería sendas desvirtuadas por un trabajo plano a varios niveles, que termina por volver monótono el epicentro del relato y remata con una de esas conclusiones más insustanciales todavía, cuya carencia de dobleces e ingenuidad desnudan definitivamente una obra cuya mayor virtud es la de no molestar. Si es que eso pudiese ser visto como virtud en cualquiera de los casos, claro.
Larga vida a la nueva carne.