Desde el nacimiento del cinematógrafo hemos podido asistir, por suerte, a la aparición de figuras dispuestas a arriesgar, a innovar, a dinamitar los cimientos de la mediocridad, bien sea introduciendo nuevas temáticas y motivos en las historias de sus películas (Pabst) o bien explotando las posibilidades y límites que ofrecían el sonido y la imagen (Peixoto en su Límite), o ambas a la vez (nos viene irremediablemente a la memoria la radical y brillante propuesta de McPershon, Borderline). El torrente de creatividad de muchos de estos autores dio paso, entre otros, a la dilatación del tiempo del plano cinematográfico. De ahí al cacareado «plano secuencia» había sólo un trecho.
Toda la parafernalia introductoria nos sirve para empezar a discernir el valor real de la estructura fílmica de la que se compone Almost in love. A priori, el elemento más atractivo del tercer largometraje de Sam Neave es el hecho de estar edificada sobre dos únicos planos secuencia de 40 minutos de duración. No es de extrañar, entonces, que una buena horda de cinéfilos pueda acercarse a este drama romántico con el único pretexto de observar cuál es la función de los dos mencionados planos de la película y si el director consigue salir airoso del experimento.
Como decíamos, desde tiempo ha han existido grandes cineastas que no sólo han utilizado el plano secuencia como recurso estilístico o narrativo, sino que también lo han apadrinado como sello autoral. Quién no recuerda, entre emergentes fluidos salivales, el maravilloso plano secuencia que abre Sed de mal, de Welles. O el esqueleto temporal de La soga de Hitchcock. O las auténticas virguerías que hacía la cámara de Kalatozov en Soy Cuba. Incluso en España se ha coqueteado últimamente con esta técnica, en la a ratos grotesca Secuestrados. El arca rusa de Sokúrov ya la dejaríamos para otra ocasión.
Así pues, el plano secuencia suele ser una prueba de fe del virtuosismo técnico y del dominio en la planificación de un director y su equipo de técnicos. Almost in love se nos abre en su primera mitad de metraje con un tranquilo guateque en una terraza entre viejos y nuevos amigos. Sasha, el anfitrión interpretado por Alex Karpovsky se pasea entre grupos de amigos mientras espera a que lleguen todos los invitados. Pero llega inesperadamente Mia (un grato descubrimiento: Marjan Neshat), una ex parjea de la que aún sigue enamorado. Con la aparición, también imprevista, de Kyle (interpretado por Gary Filmes en un papel poco convincente) vamos descubriendo que en este microcosmos creado en una azotea de Staten Island entra en juego algo más que una simple reunión de amigos.
La segunda mitad de película se sitúa a un año y medio de distancia de la primera. En ella, asistimos de nuevo a una fiesta con Sasha como anfitrión, pero en este caso de su noche de bodas. Si bien este segundo tramo de película está mejor resuelto a nivel formal, no es menos cierto que flojea más marcadamente en la fuerza de sus diálogos. Almost in love es una talkie (película de diálogo), y es en su intención conceptual dónde no nos acaba de convencer la elección formal del film de Sam Neave. Podemos entender que la teatralidad de la propuesta se deba a una búsqueda de un mayor realismo, de una fluida naturalidad que se consigue sólo en determinados (y hermosos, eso sí) momentos.
Como película de diálogos, Almost in love resulta más bien un ejercicio que no se descuelga de la media, le falta algo de mordiente, de ingenio, de mala baba. Contiene tramos de verborrea de lo más inane y tediosa, y el perfil de muchos de los personajes es planísimo y de un pretencioso y un postureo que pueden dar lugar a la náusea. Con todo, en líneas generales, el film del cineasta iraní resulta un ejercicio agradable, de fácil digestión y de interesante puesta en escena que no deja lugar a dudas en cuanto al mensaje que quiere transmitirnos: el amor puede ser un camino de adversidades, de ademán caótico y confuso, que pocas veces nos lleva a Roma.