Una ciudad sitiada y un hogar como sostén de una situación ingobernable. El plano —siempre desde el núcleo de esa casa— fijado en un exterior, corta ante la señal de alarma desplazándose de pronto a las entrañas de ese hogar donde nos recibe un rostro consumido, temeroso, tras el que se esconde una puerta cerrada a cal y a canto. Poco más necesita Philippe Van Leeuw para retratar una realidad asfixiante cuyo contexto sitúa en el propio título del film —el original, se entiende, Insyriated— y desplaza con sutileza al primer diálogo al que asistimos.
En el interior de esa vivienda, pronto descubrimos un mosaico de personajes encabezados por una madre —que lidia con su rocosa personalidad ante el vacío de un padre ausente—, sus tres hijos, su suegro y una familia de vecinos que ha terminado compartiendo domicilio con ellos. Un mosaico atípico y extraño, pero en el que el belga refleja de nuevo la insostenibilidad de una circunstancia que Oum, la madre, intenta ahogar con rigor y control, velando por el interés familiar, y en especial por el suyo propio, a sabiendas de que la marca del momento vivido hay que sostenerla con un temple que se deduce de su experiencia, de la dureza de unos rasgos habituados a lidiar en coyunturas no del todo agradables.
Alma mater busca en el regazo de esa madre, que encuentra en el rostro de una actriz de la talla de Hiam Abbass el temple necesario, la respuesta a una realidad imposible de defender, pero ante la que sus preceptos indican una senda, si bien rígida, también necesaria ante un derrumbe que en cualquier momento se puede escapar de sus manos, pero que media como sustento de un marco quebradizo, en el cual oír un bombardeo o un intercambio de balas en mitad de las calles puede ser el menor de los males.
Van Leeuw encuentra en la fuerza expresiva del plano —y en esos entonados ‹travellings›— una ventana a la hiperrealidad encauzada también por los ocres colores de esa morada, y sólo interrumpida por una banda sonora de marcada virtud dramática cuya presencia equilibra en todo momento el ambiente opresivo fijado por unas consignas internas que no son sino consecuencia del caos procedente del exterior.
Es así como el contexto fijado va adquiriendo más matices, tanto en la mirada del cineasta como en la presentación de un universo interno que no queda coartado ni mucho menos por decisiones argumentales, y que encuentra en las cuatro paredes de esa casa —de las que la cámara sólo se desplaza en momentos contados, siempre para dar forma precisamente a elementos necesarios de la trama; «Olvídate del exterior. No merece la pena» evidencia la apesadumbrada mirada del suegro— una ventana idónea para reflejar un vínculo sentimental que es lo que se va deduciendo a lo largo de todo el film, y es aquello que en última instancia parece permanecer como único pretexto.
Del representativo cuadro forjado por el belga, se infiere no obstante en ocasiones una propensión por remarcar la asfixia que ya se desprende del comportamiento y relaciones entre los distintos personajes. Algo que Alma mater aprovecha en última instancia, casi sin que pueda ser advertido con anterioridad, para realizar el retrato en torno a una disyuntiva moral que es resuelta con acierto, y ante la que ni siquiera la inocencia cobra el papel que se le presupone. Alma mater propone, pues, una estampa distinta cuyas imperfecciones resultan sostener en cierto modo una visión humana que sólo así podría encontrar algo en lo que seguir reflejándose.
Larga vida a la nueva carne.
Sin palabras, solo ahogó, ante algo que te desborda que salta los limites del dolor.
Y la verguenza de el pasotismo humano
Como un holocausto permitido