En All the streets are Silent: The Convergence of Hip Hop and Skateboarding (1987-1997) conviven diversas almas. Todas ellas contradictorias y al mismo tiempo complementarias. De hecho tanto el contenido como la forma de explicitarlo parecen obedecer a la propia paradoja temática de la obra. Mundos diferentes que acaban colisionando y que terminan por crear un nuevo espacio en el que sus componentes individuales ya no parecen tener entidad propia sin los otros. O dicho de otro modo, nadie hoy día puede imaginar un mundo donde el skate urbano estuviera alejado del hip hop, pero sin embargo así era, y Jeremy Elkin hace un recorrido histórico preciso para entender las claves del cómo y el cuándo ambos mundos se interrelacionaron.
En este sentido hay que decir que estamos ante un documental que funciona perfectamente en su propósito pero que interesará básicamente a la gente que está metida en este mundo. Es decir, hay una exploración muy superficial del contexto global y el foco se queda muy centrado en su ámbito. Esto genera una aproximación demasiado cercana al conocedor de la temática y por tanto se corre el riesgo de que, en el fondo, no se esté aportando nada nuevo para el interesado ni nada interesante para alguien que sea un neófito.
Uno de los problemas fundamentales del film está precisamente en que da demasiadas cosas por sentadas, exigiendo un conocimiento previo que dificulta cierta comprensión de conceptos si uno no está familiarizado con ellos. En este sentido resulta pues algo difícil de entrar en él. Algo que, sin embargo, queda solucionado, en parte, gracias a una narración clásica a través de recursos como la voz en off, las imágenes de archivo y las entrevistas de “cabezas” con algunos de los participantes de la historia. Una narración fluida y ágil que, sin embargo, arroja la paradoja más grande del documental.
Resulta cuando menos curioso que un producto que glosa el ascenso de elementos contraculturales hasta el mainstream acabe por víctima de la comodidad comercial, por así decirlo. Si algo es especialmente vibrante en el metraje son los momentos ‹free-style›, los que cámara en mano captaban los propios skaters en los 90. Un momento de libertad, de experimento creativo que se complementaba con las ‹jam sessions› de hip hop para crear no solo algo nuevo, sino el signo de los tiempos, como una marca de identidad generacional. De alguna manera el documental acaba siendo siendo testimonio en sí mismo de la domesticación de los movimientos culturales, de cómo acaban siendo productos de consumo fácil, más allá de cualquier tendencia que marque cambios significativos.
Quizás por ello All the Streets are Silent acaba cerrando en falso, con un leve comentario sobre la explotación comercial del movimiento en el sentido opuesto al que se le quería dar durante el metraje. Es decir, se acaba celebrando como éxito la despersonalización y comercialización (con una pequeñísima mirada irónica al fenómeno de los ‹posers›) confundiéndolo con las bondades de una globalización que, en el fondo no expande un fenómeno sino que lo hace homogéneo, quitándole sus enseñas de identidad cultural. Una sensación final agridulce al respecto de una época y un lugar que, sin romantizaciones nostálgicas, ya no existirá más.