Debut de la pareja de cineastas formada por Pierre-Adrian Irle y Valentin Rotelli, All That Remains es una de esas sensitivas ‹road movie› que se destapan ante el espectador con una inusitada calma tan habitual en este género donde las emociones siempre se van abriendo camino de un modo cuasi visceral. Ese camino nos lleva aquí a distintos hemisferios, el occidental (Estados Unidos) y el oriental (Japón), donde la historia de cuatro personajes que convergen en dos puntos se cimienta entorno a un relato de encuentro, aprehensión y olvido que les llevará a exponer todo tipo de emociones a lo largo de un recorrido que funciona perfectamente como expiatorio.
No es la primera vez que trabajaban ambos cineastas (que ya habían rodado conjuntamente dos cortometrajes) con señas como dos personajes extraños que se encuentran (ya sucedía en su trabajo Big Sur) o retratos que nos llevan a distintas facetas del comportamiento humano (como en 961), y es que si una característica emerge en All That Remains, es el hecho de mostrar lo contradictorio y caprichoso que puede ser el individuo contagiado por sus emociones más puras, fomentando así situaciones que nos llevan del blanco al negro casi sin quererlo, pero siempre sustentadas por un robusto punto de anclaje: el mundo interno de sus protagonistas.
Así, Irle y Rotelli nos presentan a Ellen, una muchacha a la que descubrimos en Japón y los motivos por los que está allí debido a una fortuita llamada telefónica que indica una afección física. A dedo para iniciar un viaje a ninguna parte, conocerá a Nakata, un hombre japonés de algo más de mediana edad con el que emprenderá su particular periplo. Por otro lado, Sara es una mochilera también autoestopista que, tras varias experiencias frustradas con conductores no demasiado fiables, se topará con Ben, un muchacho que accederá a llevarla a ver a su novio, quien reside en prisión tras ser detenido debido al tráfico ilegal de órganos.
Aunque entre los cuatro personajes no hay, a priori, un vínculo, sí es fácil establecerlo por detalles que en un principio no significan tanto como en lo que desembocarán. Sin embargo, y pese a poseer cierto peso, esa relación no es tan importante como pudiera parecer para el desarrollo de una cinta que al final encuentra en ella una especie de parapeto emocional, del que por suerte no depende para terminar forjando un bello testimonio en el que la fragilidad y perseverancia humanas son reflejadas con buena mano.
De todos los personajes que presentan los cineastas, no obstante, sólo Sara parece querer abrirse de par en par a su acompañante (incluso hasta el punto que Ben decida no continuar el viaje con ella si continúa con sus soliloquios que varían entorno al aspecto emocional). Mientras, Ellen parece esconder más de lo que sus conversaciones con Nakata muestran, y el nipón ni siquiera hace ademán de compartir el por qué de su viaje. Por otro lado, Ben reacciona de modo cuasi violento ante todas las cuestiones que le plantea Sara y ni siquiera reacciona positivamente a un contacto que incluso deviene algo más que eso cuando Sara, desorientada ante su propia circunstancia, decide dar un paso erróneo.
Pese a ello, a desencuentros y arreones que parecen ir a escindir sendos viajes en cualquier momento, ese particular trayecto sigue en una única dirección que se encontrará de frente con las olas de un mar que parece ejercer como elemento purificador ante la situación de unos personajes que ya no parecen tener mucho que perder. Con un último y notorio plano, esas vidas paralelas se escinden y buscan un nuevo camino en una carretera por la que Irle y Rotelli deslizan de nuevo su cámara, como queriendo volver a la aventura, a escudriñar rostros e historias de un pasado, un presente y un futuro que puede parecer desamparado, pero en el fondo siempre recoge un resquicio de esperanza que los cineastas, con acierto, prefieren dejar en el aire.
Larga vida a la nueva carne.