Hablar del cine de Jaume Balagueró a estas alturas sería poco más que una obviedad si no fuese porque antes de dirigir su ópera prima en largo, Los sin nombre, el cineasta catalán ya había realizado dos trabajos que presentaban unas inquietudes muy distintas a las que parece tener hoy en día su cine, un cine que no por ello ha perdido su capacidad de incomodar o proponer alternativas en un género donde sabe como reinventarse, pero si unos conceptos formales que en su primer cortometraje, Alicia, resultaban una de las mayores sorpresas de una obra tan oscura como turbadora.
Su primer plano nos revela una radio de la que sale una agradable melodía (de hecho, ese recurso lo emplearía de nuevo en cintas como Darkness empleando el sonido como elemento introductor a un momento revelador) acompañando el bello rostro de una muchacha de temprana edad que reposa sobre una butaca acariciando sus partes erógenas cuando, de repente, empieza a brotar sangre que se escurre entre sus piernas y alcanza un ejemplar de un libro que lleva por título El drama de Jesús, y no parece haber calado en la protagonista, a juzgar por el lugar que ocupa en la estancia: en el suelo, a los pies de la muchacha.
Acto seguido, brilla ante ella un espejo y todo lo que parecía una atmósfera de lo más corriente embebida en cierta inquietud se desliza hacía una perturbadora pesadilla que se ve acrecentada con la aparición de dos seres embutidos en trajes de látex, uno de los que introduce un extraño mejunje en la boca de Alicia de modo casi obsceno, completando así el viaje a un universo que parece más fruto del deseo y el ímpetu por explorar la propia sexualidad que otra cosa, en especial tras esa menstruación que se revelará como impulsor de una búsqueda de sensaciones no experimentadas hasta el momento.
Ese extraño periplo llevará a nuestra protagonista ante un personaje protegido por un particular casco tras el que esconde tanto sus emociones como una expresión que no se puede ni siquiera intuir, para reprimir, tapando su boca y sujetando lo que en sus manos parece ser un frágil cuerpo, el consciente de una Alicia que se encontrará frente a frente con ese ente cuasi vampirizado del que tomará una experiencia que no posee mediante una especie de tratamiento quirúrgico de lo más viscoso, y del que su captora extraerá la juventud a través de una simbiosis de lo más particular.
Para conjugar todo ese universo, Balagueró compone un marco que parece tomar formalmente algo del Lynch primerizo (aquel que ya fascinaba con cintas como Cabeza borradora), consiguiendo hacer palpitar así en su trabajo gracias a una serie de recursos formales de lo más adecuados (los aportes auditivos ya sea en forma de sonido o de singular banda sonora, la construcción de espacios, esa potente fotografía en blanco y negro…) una turbadora e incluso asfixiante atmósfera en la que también atisbamos a encontrar apuntes del más puro Cronenberg cada vez que las mutilaciones de la carne entran en escena.
Construye de este modo el cineasta catalán una obra que se mueve con una incomodidad y un poder de perturbación únicos, que redondea a la perfección con todo tipo de detalles (como ese ¿coito? entre los dos captores de Alicia mientras ella es apresada por esa figura, que bien podría ser materna en cierto sentido) y culmina con un fascinante popurrí de imágenes que se arroja en cierto modo a un deje surrealista para dar pie a un último plano de lo más revelador que cierra una de esas joyas imperdibles dentro no sólo del formato, sino también de una cinematografía patria poco acostumbrada a explorar esos lindes.
Larga vida a la nueva carne.