Santiago de Compostela y su noche son el escenario en el que transcurre el primer largometraje de Alfonso Zarauza, La noche que dejó de llover (2008). En la Taberna de los Dramáticos se reúne un grupo de hombres de mediana edad que ya forman parte de la misma decoración del bar como habituales. Entre ellos se encuentra Spleen (Luis Tosar), un treintañero que mantiene una vida bohemia, que trabaja ahora en el taller de su padre, fallecido recientemente, dedicado a afilar cuchillos y reparar paraguas. Su mismo apodo ya deja entrever los principales rasgos de caracterización del personaje y la naturaleza del relato. «Spleen» también es un término referido en la cultura francesa como un estado de melancolía sin causa aparente, que popularizó Charles Baudelaire en el siglo XIX. En la noche previa a marcharse a México, Spleen baja a comprar pan para su madre y se encuentra a sus amigos en el local donde encaja con sus juegos literarios y conversaciones, como estáticos en el tiempo, resistentes al mundo exterior y los cambios. Zarauza realiza un gran trabajo en la creación del mundo del protagonista, presentando el trasfondo de personajes y lugares —las tiendas, los vecinos, su madre—.
La historia se inicia ya empezada, en lo que en realidad es un final que palpita en la narración en todo momento, con la anticipación del fin del mundo que llegaría al día siguiente coincidiendo con un eclipse. En esta última noche antes de abandonar esta urbe en la que no para de llover, la lluvia da un respiro y se cruza con La Rusa (Nora Tschirner), una enigmática mujer rubia con flequillo y procedente de Ucrania, que le invita a acompañarle en busca de una cabina. Los sucesos extraños y la representación de un universo peculiar —que contiene instantes a modo de pequeñas fugas de la realidad— define el tono de la película durante gran parte de su metraje. Los ángulos de la cámara juegan con esto mientras ambos deambulan por las calles de Santiago y comparten sus perspectivas vitales, su manera de entender el mundo, creándose un intenso vínculo en el que los espacios arropan a los personajes y sus conversaciones, como una versión gallega de Before Sunrise (Richard Linklater, 1995). Sigue también la línea de After Hours (Martin Scorsese, 1985), en la que Griffin Dunne hacía de un reprimido oficinista que caía en situaciones delirantes y surrealistas por su propia incapacidad de dejarse llevar y disfrutar el momento. Spleen también está reprimido de otra forma con su actitud y formas anacrónicas de dandi, que no son más que una excusa para justificar su parálisis permanente ante la vida y el amor.
La pérdida del sombrero de su abuelo, un bombín que evoca a los utilizados por los drugos de A Clockwork Orange (Stanley Kubrick, 1971), se utiliza a modo de ‹macguffin›, de señuelo para estructurar la narrativa de un viaje por distintos sitios y sus encuentros con diferentes personas, que es en realidad la búsqueda de sí mismos y de quien les reconozca recíprocamente entre la joven migrante y él. Un viaje mediatizado por fuerzas que el protagoniza desconoce. En una sola noche ha experimentado lo que creía que podría sucederle en toda una vida, dice. El nivel de intimidad que alcanzan ambos es máximo a pesar de conocerse durante unas horas únicamente. Los primeros planos en los diálogos con especial atención a las reacciones lo confirman, dejando paso a la gran revelación de la cinta en su tramo final, que introduce un sentido trágico y profundamente romántico. La Rusa guarda un secreto que pone en riesgo el vínculo construido con Spleen en este transcurso de tiempo dilatado por las experiencias vividas. Unas experiencias que le desafían a creer en la honestidad de ella y en la autenticidad de sus propios sentimientos, pero también en su capacidad para actuar al respecto poniéndose en riesgo, siendo fiel a lo que ha significado para él la única noche en la que se ha sentido vivo.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.