Tras la muerte de Aleksey German en 2013, Aleksandr Sokúrov y Andréi Konchalovski permanecen como esos últimos sobrevivientes de ese cine que marcó la inclinación de la nueva ola del cine soviético de los sesenta y setenta. Pero con una salvedad. Mientras que Konchalovski fue juez y parte del movimiento, Sokúrov se muestra como un alumno aventajado de los viejos maestros de ese cine que rompió moldes y cimientos en las opresoras trincheras de la Unión Soviética. De hecho, el nombre de Sokúrov se halla intrínsecamente asociado al de Andrei Tarkovski, el cual no dudó en etiquetarlo como su sucesor. La influencia de Tarkovski en el cine de su pupilo es más que evidente. Basta contemplar las películas de ficción del autor de Elegía de un viaje para adivinar la fascinación absoluta de Sokúrov por El espejo o Sacrificio. Pero igualmente las obras documentales de este maestro de lo trascendente se observan como unos cuadros de marcada tendencia espiritual en los que la poesía de la pérdida deriva hacia unos contornos donde lo irreal se mezcla con lo obsceno, los sueños con las pesadillas y lo oculto con lo visible.
Para Sokúrov el cine es algo más que una simple cadena de montaje de escenas lineales que conforman una historia. El cine trasciende pues de la vertiente melodramática, transformándose en un perfecto engranaje para verter el arte de un escultor en el tiempo a imagen y semejanza de los artistas del renacimiento. Ello se observa en el contenido estético de las obras cinceladas por el autor de Días de eclipse. Las mismas se asemejan más a cuadros en movimiento donde lo documental transpira la ficción dejando un poso de brumas, silencios y reflexiones narradas a fuego lento, que permiten fabular acerca de los misterios que encierra la muerte, la destrucción de la familia, la opresión ejercida por unos gobernantes aspiradores de la libertad… y de la pérdida… de la elegía en el sentido más amplio que encierra el término.
Pedante y egocéntrico como él solo, Sokúrov ha renunciado a la concepción del cine como un arte unidimensional aislado del resto de disciplinas y técnicas artísticas. Para Sokúrov el cine debe tocar otras esferas, como la pintura —sin duda el cine de Sokúrov se disfruta fundamentalmente si el mismo se admira desde una estricta percepción iconográfica—, la literaria —con esa poesía de la narración omnisciente tan peculiar de su cine— o la arquitectura —con esos espacios fantasmagóricos, cerrados y aislados que sirven de escenario para el discurrir de unas tramas heterodoxas donde el tiempo deja de ser importante en un sentido rectilíneo, pero sí vital—. Puesto que el sentido de la vida, con ese imperceptible paso del tiempo como foco castigador de triunfos y reparador de indecencias, se alza como el principal referente de una obra que es imposible pase desapercibida.
Los primeros pasos del autor de El arca rusa en el mundo del cine tuvieron lugar en los vértices del cine documental, un género que el ruso no ha abandonado a lo largo de toda su trayectoria y en el que se nota se siente muy cómodo. Así en 1978 Sokúrov decidió dar el salto a la ficción con La voz solitaria de un hombre, un film tan áspero y complicado de digerir como osado que fue retirado de circulación por las autoridades comunistas, pero que despertó los elogios y alabanzas de un Andrei Tarkovski que no dudó en promocionar la cinta y a su autor.
Tras este desencuentro con el Régimen Comunista, Sokúrov se mantuvo en un segundo plano durante el primer lustro de la década de los ochenta hasta que en 1987 retornó por la puerta grande, auspiciado por esa apertura ligada a la llegada al poder de la Perestroika de Gorbachov a una decadente Unión Soviética, con el reestreno de su film maldito La voz solitaria de un hombre y la producción de una serie de filmes documentales entre los que destacó ese homenaje sincero, melancólico y emocionante a su maestro fallecido un año antes Andrei Tarkovski titulado Elegía de Moscú, sin duda una de las mejores películas de la historia del cine y uno de los documentos humanistas y cinematográficos más poderosos jamás filmados.
Quizás más conocido a nivel internacional por sus documentales ligados a la Elegía, por esa farsa que tanto gusta a los eruditos del cine como es la pedante y cargante El arca rusa, por ese gigantesco monumento a la megalomanía que es Voces espirituales, por el díptico familiar compuesto por Madre e hijo y Padre e hijo y finalmente por su trilogía del poder integrada por Moloch (sobre Hitler), Taurus (sobre Lenin) y Sol (sobre Hirohito), merece la pena destacar la sencillez, poesía y portentosa capacidad narrativa que demostró el ruso en esas cintas que dirigió a finales de los años ochenta y principios de los noventa, en las que se denota esa grafía del apocalipsis y del hastío, tan presente en las obras de la nueva ola soviética de los sesenta, aún no contaminada por el ego y el éxito que posteriormente usurparía parte de esa frescura y genialidad de un Sokúrov que reveló en estas sus primerizas obras de autor una mirada diferencial y rompedora que desgraciadamente dimanaría en una caricatura en años posteriores.
En este sentido El segundo círculo se eleva como una de esas obras que ostentan todas las particularidades y virtudes del cine de Aleksandr Sokúrov y por ello emerge como un perfecto ejemplo para estudiar su singular estilo de concepción cinematográfica. La cinta narra el viaje hacia la Siberia profunda de un hombre que acude a su pueblo natal tras conocer la noticia de la repentina muerte de su padre. Esta es la simple sinopsis que articula el esqueleto de una obra que apuesta por la poesía y el silencio, en detrimento de la linealidad y los diálogos, para hilvanar un traje complejo y alegórico que arriesga al trenzar una intrincada narrativa fundada en la arqueología de la omisión. La información así deberá extraerse a cuenta gotas, de forma subliminal y supina, puesto que Sokúrov se encargará de encerrar en un escondido armario los secretos y misterios que podrían haber explotado en escena, pero que por elección personal se mantienen en un segundo e intencionado plano.
De este modo, la historia se centra en perfilar la vida cotidiana del recién llegado exhibiendo su intimidad surgida con su encuentro con el cadáver consumido por la enfermedad de su progenitor. Sokúrov ofrece todo un recital visual, abriendo su film con la llegada del protagonista al pueblo en virtud de un apocalíptico plano fijo que expone la dureza ambiental de la meseta siberiana merced a la fotografía de una profunda y espectral tormenta de nieve que acabará devorando la silueta del viajero entre brumas y sombras.
A continuación, Sokúrov desplegará todo su desafiante lenguaje cinematográfico, deformando la realidad tomada en primer plano. Apostando por congelar —no solo desde un punto de vista ambiental— el tiempo, Sokúrov desbrozará los cimientos fundamentales de la narración clásica, estableciendo un engranaje de planos fijos, estáticos y totalmente silenciosos en los que la cámara se mueve lo preciso para irradiar esa sensación de introspección y asfixia inherente a su cine. Insertando pequeñas gotas de ese estilo parsimonioso y evocador —muy en la línea de la citada El Espejo de Tarkovski—, el autor de Una vida humilde no se muestra interesado en el avance hacia adelante de la trama, sino que permite que sea el tiempo el narrador que marque el tempo y la cadencia de lo mostrado, renunciando pues al empleo de diálogos con los asesorar al espectador.
Así, los primeros diez minutos del film únicamente mostrarán al protagonista recorriendo los diferentes rincones del hogar familiar en el que yace el cadáver de su padre inerte en la cama de su habitación. La desorientación representada por la falta de conexión y coherencia de las diferentes tareas realizadas por este personaje desatan el dolor y el sufrimiento que desprende la muerte radiografiada por consiguiente como el final de ese misterioso sinsentido que es la vida. La película mostrará a continuación los preparativos del cadáver para su deceso, así como la lucha que tendrá lugar entre ese hijo solitario y desencantado con una funcionaria soviética empeñada en cremar el cadáver en lugar de enterrarlo en campo santo para agilizar los trámites burocráticos que conlleva la muerte.
Y ahí se resume el argumento de la cinta. Porque lo fundamental en una obra como El segundo círculo no es su trama, sino su vestido conceptual y formal. Y es que el film se hace grande en el sentido de saber reflejar ese viaje atemporal e introspectivo a través de la vida y la muerte haciendo uso de un relato evocador en el que el pasado se mezcla con el presente de una manera casi imperceptible. La destrucción de los vínculos familiares y la falta de libertad presente en una administración contaminada por la burocracia y el estricto cumplimiento de los procedimientos por encima de los sentimientos y el calor humano, son otras dos temáticas muy presentes en El segundo círculo.
Sokúrov se muestra muy interesado en reflejar el aislamiento, empleando un estilo marcadamente gótico y fantasmal para ello, apostando por dibujar un cuadro de tonalidades impresionistas que juega con los sentimientos a flor de piel, mostrando ese desencanto e incomunicación imposible de salvar que ofrece un ecosistema no apto para propiciar relaciones humanas cercanas y sinceras. La grafía del apocalipsis y la muerte se hallan en la espina dorsal de la cinta. Y es que Sokúrov centra su atención en las formas y en los ambientes, primando este enfoque frente a la mera exposición de los hechos narrados, conquistando de este modo un entorno donde la abstracción de la realidad evoca una partitura perturbadora y deprimente basada en una poesía que prefiere el universo de la imaginación al de la materialidad.
Esta sensación de inestabilidad se acrecienta por el desconcierto que supone la falta de información acerca del pasado, presente y futuro de unos personajes que deambulan sin rumbo ni brújula entre las sofocantes cuatro paredes que centran el escenario principal de la película. Porque a pesar de su pertenencia al género dramático, se siente el anhelo de Sokúrov por revestir su criatura desde el punto de vista estético con un aroma que desprende un poderoso influjo de cine de ciencia ficción apocalíptico y objetivo, tomando así derroteros que para nada tienen que envidiar al Stalker del maestro Tarkovski. Y es que El segundo círculo se contempla como una de las mejores y más personales obras de aprendizaje de un Aleksandr Sokúrov que ya daba muestras en estas neófitas obras de su compromiso por convertir al cine en un frente acariciado por la influencia de su esplendoroso pasado incapaz de sobrevivir como un arte excluido del resto de ciencias. Sin duda, El segundo círculo es Aleksandr Sokúrov en estado puro.
Todo modo de amor al cine.