En estos tiempos tan globalizados y con tantas perspectivas que se pueden conocer —a poco que le pongas interés—, la búsqueda de identidad puede ser algo verdaderamente conflictivo. Sobre todo desde la deconstrucción de tu persona. Por una parte, podemos decir que somos toda la cultura que nos precede, por otra somos la familia con la que hemos crecido y que nos ha educado y, como mínimo, también somos el entorno en el que convivimos, que nos da otra educación distinta. Eso a nivel unipersonal. La complicación es aún mayor si lo llevamos al conflicto macro. La identidad de una nación, por ejemplo. Que se lo digan a los alemanes, por ser el ejemplo más popular (véase en Ondina. Un amor para siempre, de Christian Petzold); que se lo pregunten a los españoles, por ser el ejemplo más cercano. A poco que buceen en su historia, más de uno pensará que debe invadir Polonia o descubrir los continentes que desconocemos, recordando entonces que otra cosa también forma parte de esa identidad: la violencia y la erradicación de los que no son identificables como hermanos. La grandeza de un pasado claramente discutible —sea este el original o la copia fallida más reciente— es algo que podemos aceptar o rechazar para nosotros, pero sigue estando presente en otros.
Cuando era adolescente, escuchaba mucha música considerada antisistema (aunque estaba bastante integrada dentro de la sociedad) y defendía sin ambages el mestizaje y la cultura popular. En esos tiempos, mis mejores amigos eran un chico cubano, uno ecuatoriano, una chica armenia y un chico español (ya no mantengo a ninguno). Luego, varios años después, tuve un trato muy cercano con japoneses, mexicanos, portugueses, italianos y otras nacionalidades europeas (las redes sociales hacen ver que sí mantengo el trato). La conclusión que saqué, inconscientemente, es que la riqueza de sus diferentes culturas, su propia idiosincrasia, era una parte importante de lo que hizo aún más especial las relaciones que tuvimos, que sería una lástima que se perdieran en la mezcla, aunque, en todos los casos (incluyendo el español), ojalá se fuera todo lo retrógrado que todos mantenemos. He ahí un nuevo conflicto en la búsqueda de nuestra identidad: ¿la riqueza de esas relaciones es mayor al mantener nuestra pureza? Una palabra que suena terrible, ¿o se debe luchar por una sociedad totalmente mezclada de culturas y de ideas?
Después de soltar estos pensamientos, que además no llevan a ninguna parte, creo que ahora mismo necesito una buena ducha (de aspersión).
En Alegría, el primer largometraje dirigido y escrito por Violeta Salama, no me ha faltado conflicto, ni de identidades ni de clases ni de religiones. La película trata sobre una mujer que se niega a aceptar su pasado judío, pero vive en la casa de sus padres judíos en Melilla (donde prácticamente sólo se relaciona con una trabajadora doméstica marroquí y una amiga española), y de repente ha de recibir a la familia de su hermano porque la hija de éste va a casarse allí. Sin embargo, sí he echado en falta un mayor desarrollo del conflicto, al menos para que las conclusiones a las que se llegan fueran más satisfactorias. Pero bueno, eso no quita para que su desarrollo sea como es, intentando explicar la vida y la historia de un territorio entre vallas a través de la experiencia de sus principales actrices. Porque Alegría, como su título parece querer advertir, es bonita, multicultural, luminosa y optimista. Cree en el amor y sus variaciones, aprecia a todas sus protagonistas y confía de verdad en la capacidad de los humanos para resolver conflictos. Eso sí, a veces caen algunas gotas de condescendencia, otras de clasismo y alguna que otra de incomprensión. Pero eso es cosa de los personajes y hasta del amor también, siempre imperfecto. A veces dan ganas de odiar a algunos personajes, sobre todo masculinos, o de hacer un análisis profundo de todas y cada una de las acciones que ha llevado a cabo cada personaje, pero la mirada costumbrista de Salama evita entrar más en detalle, colocando la atención en la evolución de las cuatro protagonistas: Cecilia Suárez, Sarah Perles, Laia Manzanares y, con menos minutos y desarrollo, Mara Guil.
En esta historia se intenta escapar de la gravedad, aunque ésta esté siempre presente. Justo lo mismo que llevo tiempo intentando hacer yo y que se puede leer en mis reseñas del último año. De ahí que esté muy a favor de esta película. Así, en esta opinión, vuelvo a dejar la reflexión para el espectador cuando haya visto la película, porque da pie constantemente, para bien o para mal. Por ejemplo, y esta reflexión sí que la dejo aquí, a mí la imposición de la familia porque es mi familia me parece un claro NO, pero el abrazo a otras culturas es un SÍ.