La inevitabilidad del tiempo
Esta semana se estrena —por fin— Alcarràs, el segundo largometraje de Carla Simón galardonado con el Oso de Oro en el Festival de Berlín y, por los textos y comentarios que llegaban tanto desde la capital alemana como desde el Festival de Málaga, uno de los títulos destinados a ser de lo más destacado de la temporada cinéfila. El filme supone un paso adelante para Carla Simón, capaz de dotar a sus imágenes de una fuerza expresiva inexistente dentro de la tediosa vacuidad de su anterior cinta, Verano 1993 (2017). En su debut, la directora catalana intentaba erigir una naturalidad desde un dispositivo desprovisto de la elocuencia cinematográfica adecuada para la planitud de su texto, mientras que en Alcarràs desarrolla una historia coral donde conviven diferentes voces y miradas definidas (casi todas) con un cuidado ajustado al discurso de cada una. Aun así, el uso habitual de una cámara tan cercana y desequilibrada respecto a los personajes, junto a ciertas decisiones de montaje, suscitan ciertas dudas y alejan a la película de esa excelencia tan promovida desde varios sectores de la crítica.
La película retrata el día a día del que, posiblemente, sea el último verano de la familia Solé en Alcarràs, un pequeño pueblo de Lleida. Las tierras donde han trabajado durante décadas pasarán a formar parte de un gran propietario que instalará placas solares, generando un conflicto entre los miembros de la familia: trabajar en la instalación de las placas para poder subsistir o abandonar su hogar para intentar trabajar en otras tierras. A lo largo del filme, la maquinaria monstruosa que despedaza las tierras de los Solé se aproximará, paulatinamente, hasta la vivienda familiar, la casa donde siempre han convivido abuelos, padres, hijos y nietos. Los nuevos tiempos, representados en esta tecnología invasora, acechan amenazadoramente, dispuestos a desplazar a aquellos que no estén dispuestos a adaptarse a sus condiciones. Un desplazamiento que, justo al empezar el filme, ya sufren los más jóvenes de la familia cuando una grúa irrumpe repentinamente desde fuera de campo y expulsa a los niños de su espacio de juego. La inocencia de un coche destartalado convertido en cohete gracias a la imaginación de los pequeños se rompe por la irrupción de un monstruo tecnológico.
No solo se quiebra una cierta inocencia infantil, sino también una cotidianidad familiar que Simón se esfuerza por retratar con la mayor fluidez posible. Se hace uso de una cámara al hombro cercana al rostro de los personajes o un montaje dinámico con la intención de capturar la vitalidad de ciertos momentos, como ahora una comida familiar, una fiesta mayor en el pueblo o un juego infantil. La búsqueda desesperada de una falsa sensación de espontaneidad en la acción de estas escenas disminuye radicalmente los valores de una puesta en escena de la cual pueda aflorar una emoción real. De esta manera, la cotidianidad no se unifica linealmente, más bien termina convirtiéndose en una sucesión de momentos independientes carentes de impulso emocional.
Sin embargo, en Alcarràs también puede percibirse una formalidad insólita en el anterior trabajo de su directora. De situaciones aparentemente corrientes se extrae una relevancia lírica a través de imágenes maravillosamente compuestas. Véase —por citar dos ejemplos bastante representativos de las esmeradas composiciones visuales de Simón—, en primer lugar, un plano en el baño de la casa en el que, en primer término, se muestran los hombros de Quimet (Jordi Pujol Dolcet) siendo masajeados por su mujer, Dolors (Anna Otin), mientras al fondo, en un espejo, se refleja el rostro de su hija adolescente, Mariona (Xènia Roset); en segundo lugar, la imagen partida de Rogelio (Joseph Abadia), el padre de Quimet y patriarca familiar, reflejado en un espejo de su habitación, donde yace sentado en su cama de espaldas a cámara, sintiéndose culpable por la situación a la que se ha visto abocada su familia. Pinceladas admirablemente ejecutadas que, aunque son insuficientes para componer un retrato coral sólido debido a los problemas expuestos más arriba, añaden capas de profundidad a cada uno de los personajes, no mediante sus acciones, sino por la forma en que estas se congregan en la imagen.
La propuesta de Carla Simón, pues, necesita de una imagen que respire; sostenida en el tiempo para así capturar el transcurrir de un presente crepuscular. Un tiempo que se escurre entre las manos de los protagonistas, unidas entre sí a través del tacto tanto con sus pieles como con sus tierras. Como bien señala el brillante corte de montaje que entrelaza un plano de las manos de Dolors sobre la espalda de Quimet con otro de unas manos recogiendo un pedazo de arena, la carnal rugosidad de la piel humana se conecta con la fertilidad de la tierra natural. Siempre y cuando uno crea en las posibilidades expresivas de la imagen a través de lo visual —el rostro arrugado de Joseph Abadia, una fina capa de lluvia sobre las tierras de cultivo, un coche abandonado, un padre abatido, un joven perdido entre la vegetación o una grúa invisible— podrá surgir aquello que une y moldea los elementos citados: el paso del tiempo. Por ello, es una pena que, durante el paseo nocturno de Rogelio por los campos de Alcarràs, rodado en planos generales preciosos por los que el personaje transita con calma, Simón corte cuando el anciano todavía no ha abandonado el plano. Igual que Rogelio, la cineasta se queda a medio camino de lograr un momento realmente catártico y parece preocuparse más por la acción que se produce en el cuadro que por la temporalidad que se alberga en él.
El tiempo fluye irremediablemente y los Solé solo pueden mantenerse a la espera de que llegue su hora. Así lo muestra el penúltimo plano de Alcarràs, con toda la familia observando la llegada inevitable de las grúas, aún en fuera de campo… hasta que, finalmente, en un último plano general desolador, aparecen justo al lado de la masía de la familia Solé. Máquinas camufladas entre una vegetación que se desvanece ante los ojos de todos.