El fallecido cineasta griego Theodoros Angelopoulos señaló en una ocasión, durante el transcurso de una entrevista, que el mundo necesita cine más que nunca, ya que puede que este sea la última forma de resistencia ante la deteriorada realidad en la que vivimos. Al tratar de fronteras y límites, un nuevo humanismo resurge y se reafirma. En él hay una mirada penetrante y serena que radiografía y expone las soledades intrínsecas de aquellos cuya vida está marcada por un constante e incesante viaje, más bien odisea. Diásporas sin norte ni pertenencia geográfica que buscan su identidad entre la inmensidad del desconsuelo.
El cine de Alberto Morais asume este pesimismo humanista y convierte su trazo fílmico en un paisaje de claroscuros, fantasmas y sombras que se proyectan en el horizonte de nuestra existencia misma. Las olas, uno de sus destacados paradigmas, se compone de un sentir de arte y ensayo eminentemente lírico y desolador que ofrece la decepción y el extravío de nuestro camino por la vida con una capacidad de disección abstractiva por el estudio y observación del pasado, provocando que el presente sea rechazado.
Como olas que hacen cambiar la marejada y ríos que nunca llevan el mismo torrente de agua sobre su cauce, el viaje se concibe en los individuos como ejercicios de remisión y alquimia donde se puede lograr un cambio estructural a partir de una renovación desde la conciencia de la propia raíz humanística. Para llevarlo a cabo, Morais define una estética entre el lapso nocturno y el humeante rastro del suelo virginal y el lugar anónimo, revelándose a su vez como un abrupto rupturista en la configuración del relato y privando a este de elementos académicamente formales como la expresión o la afección.
El director español mantiene una actitud críptica y contemplativa en su intención de quebrar la tradición narrativa construyendo una poética no por medio del montaje ni la pirotecnia sino actualizando y redimensionando los géneros clásicos en la puesta en escena y creando un lenguaje personal en el ritmo interior de sus planos para obtener interesantes resultados conceptuales. Esta creación aúna una íntima y estrecha relación con el estilo de distanciamiento brechtiano y la concepción aristotélica, reconstruyendo su autoría en una terminología universal a través de la mirada, poética y reflexiva, tratando de indagar en la esencia del viaje y la traslación que implica en los siniestros a los que golpea.
Con la muerte de los ideales y el congelamiento de las dinámicas sociales de cambio, el saldo de este fenómeno se traduce en el aislamiento de los individuos, volcados de lleno al consumo indiscriminado y al bienestar individual, a través de una enorme masa de excluidos del sistema, verdaderos invisibles sociales en el intercambio simbólico cotidiano. Morais nos retrotrae a un retrato del retroceso de la esfera pública, la desaparición de los espacios comunitarios y la invasión de los lugares de transición a los que los individuos no pueden sentirse pertenecer. Con ello, el realizador parece decirnos que, en ocasiones, debemos detenernos de nuestra rutina y nuestra carrera urbana diaria para mirar a través de un cuello de botella en el que anidan seres abandonados, con una extraña sensación de incertidumbre, que merecen ser encontrados y reconocidos.
La mirada de Alberto Morais, en general, y Las olas, en particular, nos plantean historias complejas y verídicas sobre la soledad interior/exterior de las gentes, un microcosmos donde el silencio y la rutina tejen nuestras vidas sin tan siquiera darnos cuenta. En la escisión de la cotidianeidad, que nos acogota y nos duplica como folios salidos de una impresora, está la posible salvación. El tiempo no se detiene y la angustia aumenta. Quien nunca se ha sentido así, es porque nunca ha nacido.