El cine del director catalán Albert Serra siempre ha estado impregnado de un sentido del humor muy agudo y sutil, muy vinculado a la aleatoriedad, a lo burlesco y a lo inesperado. También por ajustarse a los parámetros de lo que la crítica y la teoría han denominado comúnmente ‹slow cinema›, vehiculado en motivos que ha ido incorporando a lo largo de sus películas, como es el del personaje que espera sentado, cual trasunto del propio espectador que está encadenado a los universos heterogéneos que van creciendo en pantalla.
Una película que resume su espíritu de creatividad libérrima es El Senyor ha fet en mi meravelles, una suerte de continuidad de su film Honor de cavalleria que bien podría ejercer de secuela conceptual. Honor de cavalleria, la cinta que catapultó a Albert Serra al reconocimiento internacional, releía el argumento quijotesco a través de la depuración de los espacios y la naturalidad de los actores; sólo necesitó un modesto equipo técnico, el campo abierto y dos actores carismáticos como Lluís Carbó y Lluís Serrat, que interpretaron a Don Quijote y a Sancho respectivamente. En relación a El Senyor ha fet en mi meravelles se trataba de rescatar a estos dos intérpretes no profesionales y recolectar una suerte de piezas audiovisuales con su tiempo propio, para ser enlazadas en un insólito resultado final. Hay tintes de mirada documental, pero también de ficción creada sobre la marcha, como si Serra fuese pensando el cine a la par que practicándolo. Como expresó lúcidamente Chantal Akerman, toda buena ficción tiene un punto de documental y todo buen documental tiene un punto de ficción. El Senyor ha fet en mi meravelles nos deja pasajes tan memorables como el del torero alucinógeno, donde se discute acerca del legado cultural de Salvador Dalí, artista cuya personalidad extravagante anida en las obras del director y que ha ejercido una influencia muy notoria en la construcción de algunos de sus personajes, como el conde de Història de la meva mort. Una discusión que no requiere de ‹planting› narrativo, pues surge de los propios esquemas a los que la película se entrega, sin la obligación de encadenarse a una causalidad impuesta por las convenciones.
El camino hacia su última obra, Pacifiction, a mi juicio la más fascinante, heteróclita y radical de sus aportaciones, comprende muchos estadios. Es menester hacer hincapié en su ópera prima, Crespià, the Film, not the Village, donde tenemos el enorme placer de asistir a los prolegómenos creativos de Albert Serra. En compañía de actores de los que siempre se ha rodeado, como son el mismo Carbó o Montserrat Triola, filma el pueblo gerundense de Crespià y sus costumbres, en un retrato en clave musical atravesado por una suave tendencia hacia el delirio. La fricción entre las escenas, algunas de ellas bailes comunitarios y otras instantes asociados a lo rutinario —como cuando un personaje expresa sin previo aviso que tiene tortícolis— hacen germinar una aleación rara vez vista en los alvéolos de nuestro cine, históricamente encerrado en narrativas ajustadas a parámetros de género transparentes.
Como decíamos, una sanísima propensión hacia el delirio pero aún tímida, a años luz todavía de lo que será la exquisita y valiente estilización de la imagen que degustaremos en Pacifiction. Crespià, donde cada escena da paso a la siguiente bajo un clarividente sentido de la secuencialidad, es una cinta encantadora, encomiable y nada displicente, que rima con películas coetáneas como Aquel querido mes de agosto, de João Pedro Rodrigues. En ambas películas la huella documental es fehaciente y la inyección de la ficción es un plus para el desarrollo del relato, nunca algo artificioso o que suponga una interrupción brusca de la atención del espectador. Las imágenes fluyen como el agua, destilan inocencia y pasión por la revelación, en especial cuando Serra filma a la protagonista, interpretada por Triola, o a algún personaje secundario de resaca tras una festividad. Esta pieza es la captación de un estado de ánimo a través de una cámara que peina el campo mientras dibuja el folclore de Crespià. Fue el amanecer de uno de los cineastas más avezados y singulares del cine patrio, que nos insta a dejar atrás la tristeza y la resignación que descansan sobre la magnífica Alcarràs, de Carla Simón.
Ciertamente, el camino de Albert Serra es un trayecto hacia el caos y lo imprevisible, marcado por una tensión latente que baña todas sus películas. Sin duda, la tensión intrínseca de cualquier obra de arte dotada de la suficiente consistencia ontológica y la robustez para dialogar consigo misma, dando paso a embriagadoras correlaciones de fuerzas. La tensión de averiguar si los reyes magos llegarán con el oro, el incienso y la mirra, la tensión de saber que Luis XIV, el Rey Sol, perecerá el día menos pensado, la tensión de los linajudos de Liberté de ser descubiertos cuando menos se lo esperen, en lo que es una noche que parece no terminar jamás. Se puede aducir que las contribuciones artísticas de Albert Serra, a medida que su figura creativa va adquiriendo más renombre en el panorama contemporáneo, son un tránsito hacia ninguna parte, un circunloquio perpetuo, porque la vida misma está articulada de este modo. Tan preocupados estamos por los placeres mundanos e instantáneos que nos olvidamos por completo que quizá lo más divertido es una persona de nuestro propio vecindario que se ha empapado de literatura clásica o lo más esencial las olas de un mar tan rugiente que parecen las dunas de un desierto.