Hay algunas películas que reformulan la pregunta baziniana ¿Qué es el cine? Las de Albert Serra pueden, fácilmente englobarse en ese grupo, pues es imposible negar que rompen algunos esquemas básicos dinamitando la percepción del espectador o simplemente, su paciencia. Y es que el propio Serra ya lo ha dicho en alguna ocasión; él no hace cine teniendo en cuenta al espectador como el buen escritor no escribe libros teniendo en cuenta al lector. Su filosofía particular le dicta que debe ofrecer una obra superior a eso, capaz de trascender y colocarse en las altas esferas del arte. Pues bien, el objetivo de ésta crítica, que versa sobre la película más íntima del llamado ‹enfant terrible› del cine español, es hablar de ella en un sentido ambiguo, porque enfrentarse a El Senyor ha fet en mi meravelles de un modo regular es tremendamente difícil, por no decir imposible.
En el cine de Serra no suele haber nada más allá que una contemplación —banal para unos, interesantísima para otros— aderezada con diálogos pomposos, a veces sugerentes —Historia de la meva mort (2013)— o directamente estúpidos —Honor de cavalleria (2006)—, pero siempre pedantes. Todo tejido en, lo que podríamos llamar, una línea recta de planos fijos y algún que otro travelling carente de ritmo y lenguaje cinematográfico. Un continuo hilo sin mellas ni altibajos. Tan estable e imperturbable que sugiere dos opciones cuando se acaba: La primera, la más extendida y, posiblemente la menos diplomática, consiste en tildar a la obra de bodrio insufrible y lapidarla —con motivos de sobra— hasta escupir el último pensamiento dañino que se ha ido acumulando en la cabeza durante el visionado. El segundo es percatarte de que el tedio sufrido ha dado algún fruto —o quieres que lo dé— y entonces pasar de un estado somnoliento a estar dubitativo con respecto a la obra maestra que el genio de Albert Serra te ha regalado y no has podido comprender, porque no estás entrenado para ello. Las dos opciones son totalmente reales y válidas, pero la intención de éste texto es proponer una tercera. Conseguir ver lo que la película no muestra y pensar al respecto.
Desde el primer plano en el comedor de un restaurante, donde los actores de Honor de cavalleria “discuten” de temas llanos y simples, con algún que otro chascarrillo propio de colegas, la Nada se apodera de la pantalla y sus alrededores. Y continúa allí hasta el final… Es extraño hablar de la Nada como si fuera algo que permanece, pero en esta película así es. La Nada es el tema principal, por mucho que se intente vender de otra forma y con respecto a la obra de arte y la nada; decía Heiddeger que lo que determina que un objeto sea artístico es la multiplicidad de sensaciones que desprende la obra determinando su ser, porque cuando de ella se elimina lo “útil” (el objeto artístico) y queda solo la verdad (lo ente), se descubre pues, la obra de arte [1]. Es decir, suprimiendo el objeto que lleva la Verdad implícito, esto es, cuando la película termina y queda el recuerdo, la sensación, el alma; podemos hablar de la obra como obra de arte y elaborar teorías. El Senyor ha fet en mi meravelles no puede sobrevivir sin su objeto —al igual que otras películas-experimento— y, por tanto, difiere radicalmente con el concepto de arte antes mencionado. Lo mismo sucede con algunas obras de arte moderno, en cuyos artistas Serra ha encontrado una fuente de inspiración. Las latas de tomate de Warhol, el vaso de Wilfredo Prieto o las muchas “cosas” de Yoko Ono se asientan hoy en los espacios museísticos para deleite de los paladares más versados en eso que hoy en día, tan a la ligera, se conoce como arte.
Con los films del catalán sucede algo parecido, pero distinto por el medio tan poco estudiado en comparación con la pintura o la escultura, que es el cine. Por eso, este tipo de cintas pueden suscitar un interés en contra de lo que a simple vista parecen ser e invitar a una reflexión sobre el arte cinematográfico en sí. ¿Por qué el cine tiene que tener un lenguaje específico? Es la pregunta que surge al plantearse seriamente cierto tipo de films. ¿Por qué una persona puede contemplar una puesta de sol en el mundo tangible, pero lo mismo es impensable en una pantalla plana? ¿Por qué es aburrido? Volvemos a Heidegger, quien afirma que todo comienza con el aburrirse “con algo”, un objeto identificable, una causa externa. Pero cuando ya no puede indicarse tan claramente un objeto, cuando el aburrimiento entra igualmente desde fuera y a la vez crece desde dentro, entonces se trata de un “aburrirse con ocasión de algo”. Lo irritante de ese aburrimiento está en que en las situaciones correspondientes uno comienza a ser aburrido para sí mismo. Uno no sabe qué emprender consigo mismo, y a consecuencia de ello es la nada la que emprende algo con uno [2]. El proceso con el cine de Serra es el mismo. Se comienza con el aburrimiento en cuanto al objeto para después pasar al aburrimiento en sí, por causa de la vaciedad que genera el objeto y se apodera de tu mente, ya hace rato, evadida.
El ejemplo de este documental es clave. Vemos varios planos de Lluís Serrat tumbado en la cama del hotel, a veces en silencio, otras hablando con terceros, pero siempre extraído del mismo plano. Es decir, apartado de la naturaleza propia del film, pues ni la situación es lo suficientemente interesante como para generar discurso, ni tampoco lo suficientemente verdadera para verla con contemplación. No hay rastro de belleza; predomina la vacuidad tanto de lenguaje como de diégesis y se llega a la conclusión de que la escena no es tal, porque es totalmente banal e irrelevante. La Nada, de nuevo. Vemos y no vemos porque no hay nada que ver. Nada en qué fijarse, más allá de un velo imaginario procesado por un objetivo digital. Lo mismo que sucede con Empire (Andy Warhol, 1964) o 10 Skies (James Benning, 2004), películas donde lo que aparece es la Nada plasmada y privada de su nadería. Engendros, se podría decir.
Intentando responder a la pregunta ¿por qué esto aburre?, es menester aclarar que el tiempo es el alma del cine y saber tratarlo requiere habilidad y conocimiento. Albert Serra se regodea en su arrogancia, enorgulleciéndose de no haber tocado jamás una cámara. Y así revela su ceguera. Su tiempo carece de objetivo y su objetivo carece de cuerpo, pues en el cine, un amanecer en tiempo real supone una experiencia radicalmente diferente que en la realidad física por el simple hecho de que el tiempo es relativo y la mano humana opera en el primer ejemplo. No ves un amanecer, ves la idea de otro del amanecer. No registras momentos, registras tu visión de ellos. Y si tu visión es insulsa porque la intención —totalmente lícita, por otra parte— es provocar o transgredir, lo que no deseas mostrar es lo que deviene importante.
Como curiosidad, El Senyor ha fet en mi meravelles forma parte de la iniciativa “Correspondencias”, iniciada involuntariamente por Víctor Erice en 2005. Albert Serra decide hacer éste largo y enviárselo a Lisandro Alonso como punto de partida y Alonso le contesta con un mediometraje titulado Carta para Serra (2011). En él, aparte de darle una sutil lección a la hora de narrar una historia de manera ajena a la estándar, hace gala, una vez más, de su estilo paulatino y contemplativo. Algunos dirán que ambos directores se mueven en los mismos círculos, pero la verdad es que uno sabe hacer cine lento y el otro no.
[1] Heidegger, Martin (1950) – El origen de la obra de arte
[2] Safranski, Rüdiger (1994) – Un maestro de Alemania: Martin Heidegger y su tiempo