Albert Dupontel es una de las caras más conocidas del cine francés desde hace unos 30 años (año arriba, año abajo). Recordado por papeles protagonistas como el de Dejad de quererme (2008) o secundarios como el de Un héroe muy discreto (1996) o Largo domingo de noviazgo (2004), quizás no sea tan reconocido como director y guionista de cine. Presente como actor en las 8 películas que ha firmado y filmado como autor, parece claro que detrás de todos sus trabajos hay una personalidad interesada sobre todo en la comedia. Incluso en películas de tono claramente dramático, como puede ser el caso de Nos vemos allá arriba (2017), opta en ocasiones por un tono de comedia o humor negro para mostrar el drama de los heridos en la guerra. Desconozco, al no haber visto todas las películas de Dupontel —aunque sí la última en el momento que escribo, La segunda vuelta (2023)—, si hay una evolución que ha ido suavizando esa oscuridad en el humor, pero desde luego en Bernie (1996), su ópera prima, uno puede ver una querencia por lo negro que supera con creces la parte cómica, si bien consigue con la suma de ambos géneros momentos de creatividad y genialidad que pueden incomodar tanto al espectador como dibujar una sonrisa entre el terror de los sucesos y la sordidez de su conjunto, así como en la propia distancia temporal/temática que hay entre la fecha de estreno y 2024, lo cual es resumido en la propia película por el personaje interpretado por Claude Perron —una joven adicta a la heroína con un padre alcohólico— cuando dice estar «harta de lo feo, de la mediocridad, de lo sórdido», para segundos después vomitar directamente a la cámara.
En contraste con la sensación de desaparición de la fealdad —estética y social— que hay en el cine actual más comercial (que nos puede generar cierta comodidad y calma en nuestro día a día), el protagonismo de personajes despreciables y disparatados capaces de llevar a cabo actos de maldad en toda regla nos puede llevar a un sentimiento de incomodidad en Bernie similar al de algunas escenas de La naranja mecánica, sin quizás tener mucho más en común con ella, aparte de una atmósfera desquiciada, un ritmo imparable, connotaciones morales, imágenes de sexo, violencia y secuencias que bien podrían ser consideradas tan emblemáticas como las ideadas por Kubrick —véase el momento en el que dos personajes afilan sus palas camino de la casa de una familia adinerada que van a asaltar—. Dicho así, sí que puede parecer que hay mucho en común, si bien es cierto que ambas obras solo comparten lo mezquino a veces, pero Bernie es sobre todo absurda y casi como una película de animación antigua, estrafalaria y espectacular, pero con sus dosis de crítica social y de realismo intoxicado («es la sociedad la que está jodida, le da uniformes a los idiotas para que puedan ser reconocidos»).
Si es verdad que el oficio de un director no consiste en grabar, sino en concebir, y que no debe rodar, sino imaginar, se puede decir que el primer trabajo como director de Dupontel prueba que algo de eso hay en él. Lo más interesante, en este caso, es que le haya dado casi siempre por rodar comedia, con el ansia de muchos ‹auteurs› por recurrir al drama para demostrar su valía. En el caso de Bernie, toda la comicidad deja, después de una hora y media de metraje, una sensación entre desagradable y triste en el espectador, pero parece ser la deseada por el propio director, guionista y protagonista de la película, que opta por cerrarla con un cambio de tono que se aleja ligeramente de todo lo visto antes, aunque aun así coherente y cohesionado entre sí.