Si echamos un rápido vistazo al cine que llega a nuestras fronteras proveniente de Oriente Próximo, comprobamos que, pese a ser más escaso de lo que debería, se desprende de él un sentimiento compartido: aquel no tan preocupado por vender entradas y asegurarse de una positiva recepción crítica, y sí por convertirse en todo un ejemplo de testimonio, de denuncia, de grito a contracorriente que lucha por la libertad y el derrumbamiento de principios morales y leyes por siglos enterradas y que ya nadie debería exhumar.
Por delante, por detrás y por debajo de todo el exotismo cultural que en su corteza se puede prever, y que a la postre enriquece al occidental interesado en las costumbres y los estilos de vida más allá del sensacionalismo noticiario, existe en los valientes directores de esta franja geográfica (Irán, Palestina, Israel, Líbano) un deseo de reivindicación y vocerío sobre las injusticias que, en una sociedad civilizada, no deberían seguir dándose lugar.
Si focalizamos nuestra mirada crítica en Israel, son Amos Gitai y Eytan Fox los realizadores de mayor trayectoria y repercusión internacional a la hora de exportar el cine de su país. Ambos con tendencias y estilos muy diferentes: el primero, de tendencia partidista, apuesta por retratos donde el entendimiento entre las gentes, sus conflictos y sus anhelos se entroncan con un fuerte espíritu lírico, endulzando de forma poética la vida cotidiana (pese a que esta, en algunas de sus películas, se encuentre en zonas de guerra o lugares inhóspitos). El segundo, abiertamente homosexual, traza miradas unidireccionales hacia dicho colectivo con un afán liberador, expansivo e introspectivo para asegurarse de comunicar y ser escuchado.
La película que nos ocupa, Alata, constituye una nueva tendencia en la mirada israelí con respecto a estos dos relevantes cineastas. Si bien, este título también afronta el componente homosexual en el centro de su relato, y se recrea en él con ternura y madurez, pronto se deja a un lado el simple acercamiento intimista de dos jóvenes que se aman en secreto para elevarse hacia una descarnada y virulenta crítica hacia todo un sistema policial, educativo y social donde la inseguridad y la privación de libertad son una constante sin escapatoria.
Un mundo donde no existen los secretos y donde el miedo a la represión y la coacción están a la orden del día es magníficamente radiografiado por la dirección nerviosa de Michael Mayer, que construye un sólido, a la par que asfixiante, universo oscuro y tenebroso de una Tel Aviv catatónica y profundamente misógina. Su cámara, incesante y crispada, compone un drama de muy altos vuelos cuya pretensión es llegar más lejos y más alto de lo que el cine de sus compatriotas ha llegado jamás.
Alata es una de esas películas que se perciben como un todo, de una pieza, más que como la suma de sus partes. Esto se procura gracias a la sobriedad de su realización y a una puesta en escena eléctrica, deudora del cine de acción natural. Pese a un más que posible esquematismo de su planteamiento, y salvando momentos en los que descuida su narrativa en beneficio de la concisión, la cinta alcanza cotas de una inestimable gravedad y de una abrumadora sinceridad para reflejar la desesperación de la supervivencia de un joven forastero homosexual repudiado por su propia familia, condenado a ser perseguido en una ciudad reducida a la pesadilla.
Cine comprometido y muy reivindicativo, estremecedor como la mayoría de noticias que nos llegan con cuentagotas de los innumerables conflictos armados y disputas no tan diplomáticas. Al mismo tiempo atroz pero también bellísimo, poético, rico en matices tanto en su vertiente intimista como en su función de reivindicación y lucha social. A todas luces, un vehículo necesario para permanecer comprometidos con las duras y universales radiografías que solo cinematografías como la israelí pueden reflejar con semejante honestidad.