La banda de rock estadounidense Lynyrd Skynyrd, hace ahora cuarenta años exactos, comenzó a pregonar con el ejemplo de su estilo, libérrimo y espiritual, a través de la primera canción de su segundo álbum, que a la postre se convertiría en uno de sus temas más destacados y recordados: Sweet Home Alabama. Desde su título hasta su acorde final, no escuchamos simplemente el sonido nostálgico y evocador de la ciudad que da nombre; representa el alma y la esencia de lo que implica ser de esa tierra. Bienaventurado sea el que se permite caminar por senderos que te conducen a la creación de un hogar dulce y feliz, dejando aparcados los problemas y el odio. Porque eso es Alabama. Porque eso, en definitiva, es el country.
El director belga Felix Van Groeningen solemniza por completo con el sentido de las líricas que marcaron a fuego esta canción y, como pájaro libre que vuela buscando su destino, compone un relato de remarcado barniz trágico en el que la lógica dramática se complementa, solapa y conexiona con la lógica musical, pues los elementos del ‹bluegrass,› fusión del country rock que actúa como banda sonora del film, actúan como perfectos armonizadores de unos estímulos que, de graves y universales, se embarrancan en una suerte de postales emocionales de alta definición donde las embestidas de lo imprevisible sacuden a quienes menos lo merecen y hacen su particular agosto entre las gentes.
Así pues, por la película transpira un sentimiento de pertenencia a las costumbres sureñas, a la idílica reconciliación optimista, tierra adentro, de errante arquetipo de cowboy. Pese a que su línea argumental se ajuste a los terrenos del convencionalismo dramático, que abarcan una introducción-nudo-desenlace donde la felicidad se convierte en amargura y la creación en destrucción movida por el trauma de la pérdida inesperada, su estilo y los valores que pretende reflejar se antojan fuera de tiempo, sin atender a filias, modas ni tendencias de los actuales rastros cinematográficos.
Su diseño de producción nos incita a remover esa nostalgia de la tierra mítica de un entorno rural, de ranchos con vacas y puestas de sol desde el porche, alejada de unas consideraciones políticos-religiosas que sí hará más explícito su discurso en el último tercio de metraje. Lo onírico de su paisaje abraza el sentido romántico de su tendencia a la añoranza reflexiva. Incluso los actores, y no me refiero a sus interpretaciones, ya demuestran un carisma tocado por la gracia. Alabama acaba siendo tanto del espectador como de esta pareja que cruza el frenetismo de la gran ciudad con la tradición de un microcosmos terrenal absorto en sí mismo.
Su hermosa dirección de fotografía y la evidente química de sus protagonistas, pergeñada haciendo gala de la improvisación y el impulso más realistas, reafirman el interés de la película por pertenecer a un rastro referencial decididamente naíf, más artístico que narrativo. Esto, pese a crear contradicciones, no emborrona y suaviza sus pretensiones de engrasar su solemne estado de alteración sensitiva, que bien podría caer en el histerismo compulsivo de no ser por el armonioso nexo de unión musical y por un montaje arrítmico que avanza a golpes de ‹flashback› y ‹flashforward›, quebrando la linealidad, fragmentando por bloques el relato y enrareciendo el espacio para mantener y negociar la atención usual del espectador.
A todas luces, Alabama Monroe es una película que va más sobre sentir que sobre analizar, más sobre vivir que sobre filosofar. O quizá no. Como en una canción country, bajo su tono jovial y desenfadado, se esconde el relato de una existencia que, como cualquier otra, se compone de partículas de universos que batallan incesantemente por la encrucijada de dar sentido a nuestros actos y definir aquellos que se nos escapan de nuestra ínfima comprensión.