La fiebre del oro
Unas pocas líneas doradas sobre un fondo oscuro nos recuerdan el ferviente deseo de los españoles llegados a esas tierras lejanas de obtener riquezas y poder. En este caso, con la ya leyenda de Atahualpa y sus tesoros, que hubiesen cubierto de oro a sus captores castellanos si no fuese la muerte la opción elegida para el último soberano inca.
Sobrevolando las posibilidades de la historia nos encontramos en pantalla a un joven Atahualpa ataviado con casco de trabajo y chaleco reflectante, sumido en el barro generado entre incontables explosiones para que una carretera avance. Estamos en el año 2021 y el hombre convive contemplando todo aquello que le rodea, disfrutando de un prolongado adiós a su novia y sopesando las opciones de marchar hacia Oriente, en busca de algo nuevo.
José María Avilés intenta con Al oriente reproducir la historia de un mito terrenal a través de los ecos que han llegado a la actualidad. Diferencia así dos partes en su misma película, aunque Atahualpa comparta protagonismo en ambas. Sin miedo a romper su ritmo, comenzamos con el drama, que con tiento nos introduce en la mente del protagonista en la actualidad. Un Atahualpa que contempla los acontecimientos, que mira con firmeza el horizonte y que parece sentirse como en casa cuando se encuentra piel con piel con su novia. Ambos muestran ese anhelo por escapar de su tierra, por conocer el mundo desde otra perspectiva, pero es algo que apenas se apuntilla, parecen proyectos sin largo recorrido, como algo a tratar en un futuro incierto. El oro escondido en Oriente es en esta parte un sueño lejano, una apuesta por una vida mejor que se convierte en pura retórica, una mirada a la lontananza de una sociedad, concentrando la atención en esa vertiente del cine ecuatoriano, dispuesto a narrar la cotidianidad de sus calles, ir a lo personal sin grandes alardes.
Traspasa esa frontera en una segunda parte donde Atahualpa confunde su mirada con el pasado y nos encontramos en un mismo lugar muchos años atrás, en medio de una expedición alimentada por el oro. Esta ya no es una cuestión retórica, la película es ahora una minimalista historia de aventuras en mitad de la naturaleza, donde el espacio se limita a los hombres y sus esperanzas de una prosperidad una vez alcanzado el dinero. Hay ciertos paralelismos entre ambas historias más allá de ese joven que siempre desea caminar en una misma dirección, al poner de manifiesto las ansias tan humanas de codiciar lo desconocido y lo impropio, allanando el camino como pioneros que no siempre obtendrán el fruto tan esperado.
Con Al oriente, su director desea abrir horizontes lejos de los misterios legendarios, dando forma a las antiquísimas historias de riquezas escondidas para multiplicar la narración más allá de un líder. Las proezas mundanas se disuelven entre una realidad metódica y una ensoñación épica, engrandeciendo la figura del obrero, aquel que siempre trabaja para un patrón codicioso, no importa en el siglo en el que nos encontremos, y que siempre espera alcanzar un estado de bienestar gracias a los reflejos dorados, que suelen estar más lejos, mucho más escondidos. Gracias a esto conocemos a Atahualpa, su oro, y un repetitivo proceso a lo largo del tiempo donde muchos se habrán topado con la miseria e incluso la muerte durante la búsqueda de esos metales preciosos; un día a día que en Al oriente tiene algo de cercano y de poético, que visualizamos rodeados de esa naturaleza aún ajena a la intención de ser modificada por aquellos que la desean descubrir, habitar y explotar en beneficio propio. Un tesoro escondido, quizá demasiado, en las ensimismadas miradas de un protagonista (todos ellos) al que se le escapan los deseos de las manos.