Si por algo se caracteriza el cine de Aki Kaurismäki más allá de por una humanidad inconfundible que es capaz de dotar uniformidad a cualquier contexto en el que se maneje el cineasta finlandés, es por un humor que actúe en su naturaleza más cáustica, incluso en ocasiones asiendo una negrura irrespirable, aunque siempre acompañada por esa mirada humana, o se sitúe en un contrapunto más gamberro, nunca exento de cierta ternura, atraviesa sus obras como un elemento indispensable, sin el que no se podría comprender la obra de un cineasta como el autor de La chica de la fábrica de cerillas.
No obstante, pocas han sido las veces que Kaurismäki ha trazado aquello que podríamos llamar puramente una comedia, hecho que quizá lleve sus escasas incursiones en el género a pasar inadvertidas pese a sustentar títulos tan divertidos y sin par como Leningrad Cowboys Go America. Protagonizada por la banda que da título al film, los Leningrad Cowboys, creada por el propio cineasta y todavía a día de hoy en activo, tendrían en esta su primera incursión capitaneados además por el tristemente desaparecido Matti Pellonpää, que ejerce aquí como mánager trepa y aprovechado.
Todo arranca cuando la presencia de lo que parece ser un organizador de conciertos les advierta emigrar a América puesto que su música no es lo suficientemente comercial. En apenas dos frases, Kaurismäki ya ha expuesto algunos de los puntos de un ideario que él mismo siempre se ha encargado de refrendar en toda entrevista posible, pero que en cuestión de segundos ha reflejado con una negrura que es lo mínimo que se podría esperar de un autor como el que nos ocupa. De este modo, y envueltos entre tupés excesivos, un calzado de lo más estrafalario y abrigos de piel, los Leningrad Cowboys viajarán al otro lado del charco para descubrir que lo que allí triunfa es algo llamado ‹rock&roll›.
Leningrad Cowboys Go America establece bien pronto las bases de una comedia que por momentos nos podría retrotraer al cine norteamericano de los 80 o inicios de los 90 —algo a lo que contribuye la sobresaliente labor de su director de fotografía, Timo Salminen, que recientemente ha trabajado en films como Eureka de Lisandro Alonso, así como la elección musical—, pero que en manos del finlandés pronto toma el camino más lógico: aquí no hay lugar para los desafortunados equívocos culturales ante un grupo de finlandeses visitando tierras norteamericanas, y el realizador tira de esa alma tan gamberra para dar cuerpo a una obra repleta de maravillosos ‹sketches›, pero cuyo motor es en realidad el viaje a través de las entrañas de un país que su cámara capta como pocos.
El film propone una ‹road movie› que nos traslada de Tennessee a Texas, pasando por todos y cada uno de los bares musicales que se cruzan en su camino, hasta llegar a México. Kaurismäki no condiciona en ningún momento el retrato de cada rincón de Norteamérica que van pisando esos personajes, por pintorescos que puedan resultar o por más que su música genere rechazo allá por donde pasan: de hecho, las calles, carreteras y luces que las iluminan parecen imbuidas por ese espíritu ochentero que no pocos cineastas tuvieron a bien retratar en su momento, y que en Leningrad Cowboys Go America quedan representadas como si estuviésemos ante algo más que una reproducción, ante una suerte de lírica desde la que comprender ese trayecto como algo más que un mero conductor de instantes humorísticos.
Entre ‹rock&roll› (o, más bien, algo que se le asemeja en ocasiones… incluso derivando en rancheras), alcohol (bueno, cerveza para ser concretos… mucha cerveza), ‹outfits› de lo más singulares (ojo a esa chaqueta con la bandera comunista que luce el cantante en uno de los conciertos), la aparición esporádica de algún can (indispensable para el cine de este buen hombre, que llegó a afirmar en su día que si trabajaba era para alimentar a los suyos) e incluso el fugaz paso de algún amigo siempre presente (ese Jim Jarmusch que también estaba, a través de los fotogramas de su Los muertos no mueren, en la recién estrenada Fallen Leaves), Leningrad Cowboys Go America compone uno de esos mosaicos tan refrescantes, hilarantes y únicos que no solo lo exponen como un título a rescatar en la filmografía del finés, sino además manifiestan una irrefutable verdad: si Aki Kaurismäki no existiera, habría que inventarlo.
Larga vida a la nueva carne.