Las imágenes que abren el segundo largometraje de Carolina Astudillo -escenas rodadas cuando era niña por sus familiares- en las que aparece la directora, se confunden con las primeras imágenes de Ainhoa también en edad infantil. Las dos nacieron en la década de los setenta, con una diferencia de apenas un lustro. La cineasta en Chile, la biografiada en España. Las une el eco lejano de las dictaduras que terminaban en los dos países, al tiempo que ellas crecían. También el hecho de pertenecer a una misma generación. Pero el mayor nexo de unión es el conocimiento de la protagonista, Ainhoa, a través de sus diarios, las cintas de super-8 rodadas por su padre y gran cantidad de fotografías, además de videos grabados por sus amigos. Toda una vida documentada por imágenes y testimonios.
Al inicio del film Carolina Astudillo manifiesta con sinceridad las razones que le empujan a trabajar en su película, implicada emocionalmente porque se ve reflejada en las experiencias personales de otra mujer, alejada miles de kilómetros de su país de origen, aunque la cineasta resida en la actualidad en España. La oportunidad de revelar una biografía de una chica común, trabajadora, soltera, de clase media, vitalista y con amigos; pero que más allá de su grupo escribe sus vivencias, ideas y reflexiones en las páginas de un diario apasionante, una sombra diferente a la que proyecta entre sus círculos cercanos. Es en este momento, cuando la directora se queda solo como narradora en off, ayudada por su amiga Isabel Cadenas Cañón, una escritora cuyo libro También eso era el verano, un poemario, conecta —en cierto modo— con ese pulso interior de las páginas de Ainhoa. Si Carolina pauta el relato de la juventud de aquella, Isabel, mientras tanto, recita los textos de los diarios. Esa mezcla de voces consigue unir tres formas de sentir en sincronía, latir juntas en su desarrollo y arrojar luz al interior de Ainhoa.
Ainhoa: Yo no soy esa, es un título justificado por varias de las personas entrevistadas en el documental, incluso por la misma protagonista a través de sus experiencias narradas en papel. Tal vez sea un título que tiene su fuerza en el nombre de ella, sin necesidad de la frase explicativa. Porque desde que la realizadora se centra en la retratada, la obra toma cuerpo en pantalla.
El largometraje es el resultado de un monumental trabajo de visionado, orden y selección del material cinematográfico casero en super-8, fotografías y cintas de audio. Todo ello recopilado por Patxi Juanicotena, un hermano de Ainhoa. La cantidad de imágenes telecinadas o digitalizadas, con la textura, grano, tonos de luz y colores saturados, colas de cinta y otras imperfecciones del registro casero, son elementos estilísticos que nos sumergen desde la butaca en ese pasado reciente de los años setenta y ochenta. Una época en la que los padres de Ainhoa se trasladan desde el País Vasco hasta Barcelona, ciudad donde trabajan y viven. El crecimiento de la niña es similar al de toda esta generación marcada por el boom de la natalidad, que se hace adolescente después de la transición, arropada por los movimiento juveniles de los ochenta. Joven o madura, al llegar los noventa. Esa progresión siempre se muestra en la pantalla mediante secuencias de las vacaciones o alguna celebración familiar. Con animaciones e imágenes de apoyo recreadas por el departamento de foto del film, con esas mismas texturas e impurezas del formato familiar en celuloide. Esa capacidad de unificar un contenido visual tan diverso, crea una narración coherente, evitando las imágenes de bustos parlantes de la familia o amigos que intervienen con sus testimonios, aunque usando las voces de los mismos en algunos casos.
Gracias al montaje que lleva a cabo Ana Pfaff y Alejandra Molina en la edición sonora, la cineasta escribe la biografía de la joven solo con imágenes de archivo. Planos a los que se suman algunas grabaciones de video doméstico, fechadas en la década de los noventa. La virtud del largo es contar una vida cotidiana, pero con la convicción de mostrar una personalidad singular, desconocida en muchos casos, por lo que describe en sus diarios, para su propio hermano y amistades. Un relato personal emocionante en esos escritos íntimos, por su calidad literaria, por la certeza de sus expresiones. El documental podría ocasionar rechazos por esa intromisión leve en la intimidad de Ainhoa tras leer su diario. Por su ausencia en pantalla en un tiempo presente. Tal vez por alguna dilatación en la proyección de escenas hogareñas que podrían acortarse en beneficio de la fluidez global del metraje. Pero destaca por su interés, tan absorbente en la exposición cronológica. Evocador en los cambios de la edad. Esencial en el retrato de la transición, la movida y el paso a esos noventa tan dispersos, sin recurrir a la nostalgia, solo como marco referencial. Y por encima de cualquier otro valor, deslumbra como un gran retrato de mujer. De la vida. Como una gran burla a la eternidad.