Al igual que existe una diferencia entre la sinceridad y la crueldad, existe también la diferencia entre la denuncia y el exabrupto. No es lo mismo construir un discurso crítico que sencillamente eructar un reflujo de algo mal digerido, ni que sea ideológicamente. Y no se trata tan solo de lo que estás denunciando, se trata también (y casi diría que es de mayor relevancia) de cómo lo denuncias. Al final y al cabo, uno puede tener la razón o, al menos, tener razones para estar furioso con algo pero esa misma indignación pierde fuerza si es mostrada con ira en lugar de con fundamento racional. Una actitud, la de la furia, que puede ser comprensible en un arrebato personal pero que es difícilmente justificable cuando se articula a través del cine. ¿No es acaso el fotograma un filtro, una base desde donde se puede moldear esa ira? O lo que es lo mismo, no se trata de prescindir de ella, se trata de plasmarla de manera convincente más allá de gritos interpretativos y planos rodados con una cámara presa de la enfermedad del Parkinson.
Nadav Lapid firma en Ahed’s Knee una oda al descontrol, a la pomposidad, a la idea de que el discurso tiene que estar dos peldaños por debajo de los sentimientos del director. Aquí lo que importa no es tanto lo que el director israelí quiere denunciar sino que se note claramente la rabia que siente ante el tema. Lapid se aleja así de una postura inteligente consistente en generar el clima adecuado para que sea la propia historia la que cocine la reacción. En su lugar, aprovecha para ofrecer lo que él cree una muestra de apasionamiento, del arte al servicio del compromiso en una exhibición meta cinematográfica a través de una identificación biográfica o, casi mejor dicho, hagiográfica.
Y es que finalmente Ahed’s Knee parece obviar su tema de fondo para convertir al (falso) director no sólo en el protagonista, ni tan siquiera en una voz narrativa, sino en una especie de héroe, de mártir de la libertad de expresión y creativa. Todo ello trufado de planos abigarrados, de incoherencias en sus múltiples digresiones argumentales y una banda sonora cuya excelencia en la selección es indudable pero cuyo empleo dentro de la obra es como mínimo dudoso, por no decir completamente aleatorio.
Precisamente esto es, más allá de desconcierto y enfado, la sensación que produce el film. Parece que nos encontremos ante algo caprichoso, como una excusa de alguien enfadado que tiene medios para compartir no la injusticia que le ha provocado su enfado sino la rabieta subsiguiente.
En definitiva, Lapid no consigue, con su obra, denunciar nada. O al menos nada que no sepamos. Su grito se convierte en un escupitajo no contra aquello que odia sino más bien contra la audiencia a la que debería convencer didácticamente. Un caso que podría estar justo al otro extremo de las moralinas discursivas subrayadas de un Loach o de un Aranoa (por poner dos ejemplos conocidos) pero igualmente de dañino. Un caso de manual de efecto boomerang y, por qué no decirlo, de egocentrismo autoral ruinoso.