En un mundo que siempre se encuentra poniendo vendas sobre las crudas consecuencias de las guerras encontró Agustí Villaronga un lugar donde acomodar sus grandes dramas, su potentes dosis de pesadilla o de realidad, lo mismo da, donde dejarnos reflexionando sobre la complejidad de sus personajes. Hace unos días llegaba a cines la que es su obra póstuma, una Loli Tormenta que se presenta como comedia amable que no resulta ajena al lado oscuro de la vida, y sin duda parece una oportunidad única para fijarnos en sus inicios, concretamente en la ya convertida en obra de culto Tras el cristal.
Un tiempo impropio, este que se encuentra entreguerras, uno en el que un hombre abusa de su propio poder en una habitación fría y silenciosa, de tonos azules y sombríos, ofreciendo una sórdida escena en la que no solo se explicita la intimidad de ese hombre, también somos conscientes de una mirada subjetiva de lo ocurrido, una cámara que se convierte en testigo directo, que espía en el amparo de la noche. Así da inicio un film que en ningún momento desea ocultar esa asfixiante entrega al mal, explicitando ser un legado de la 2ª Guerra Mundial y su inherente falta de escrúpulos al tratar la vida y la muerte de los otros.
Klaus, ese hombre, queda encerrado dentro de una extravagante máquina que le mantiene inmóvil y a la vez consciente, un pulmón de acero que permite afianzar una historia de encierro cuyos escenarios se limitan a un enorme caserón, pero sus evocaciones nos llevan a otros tiempos, a otros espacios, que se mimetizan con esas habitaciones también protagonistas de los sucesos. Él es a quien se acerca temeroso e inseguro pero con un objetivo claro el joven Angelo, quien se puede mover libremente, quien puede respirar, pero que necesita de Klaus para llegar a su propio destino. Este personaje, que porta el nombre de un mensajero celestial que aquí se ve envuelto en tinieblas, vampiriza la situación y rompe los esquemas de la victimización al demostrar la vulnerabilidad de Klaus en las manos de aquellos que viven en la casa —tanto él como la mujer de Klaus, una rígida y atrevida Marisa Paredes, dejan boqueando como un pez fuera del agua casi por casualidad, también con toda intención, al hombre que protagoniza sus pesadillas—, pero también la necesidad de tenerlo cerca para llevar la relación más allá. «Menos pensar por ti, lo puedo hacer todo» dice Angelo en un momento, cuando todavía desconocemos la deriva de esas palabras en su boca, cuando no parece Klaus interesado en continuar su camino, siempre acompañados por ese incesante sonido de la máquina en la que se ha transformado el ogro del cuento, despojado de todo poder, testigo único de sus propias atrocidades, culpable.
Para Villaronga, tan importante como el espacio es el color y por tanto la iluminación. Prometiéndonos un relato terrorífico desde un primer momento, el director juega con el arrojo de luz y los tonos que ofrece la misma sobre cada personaje para narrarnos desde otra perspectiva cada uno de los cambios a los que se ven forzados a asumir. Del mismo modo, aprovecha la inmovilidad de Klaus para convalidar el dominio de la situación en cada momento por la altura a la que posiciona la cámara, llevando el simple diálogo entre personas que están de pie o tumbadas a un verdadero juego de poderes y sumisiones. Klaus está encerrado en una máquina, pero el resto de personajes —su mujer, su hija y el joven— se someten a un mismo encierro dentro de la casa por la necesidad de mantenerse unidos a él y al fatal destino que alguien desterrado por sus delitos de guerra se ha ganado. La noche proporciona sombras expedidas por los pasamanos de la escalera que simulan encarcelar a quienes pasean por las estancias, y es solo el inicio de la transformación de esos pasillos, que tan amplios parecen cuando los recorre Griselda intentando comprender la estancia del joven en la casa, y que van mutando de un modo cada vez más evidente, opresor y decadente hasta ser una especie de campo de concentración donde reiniciar los obscenos experimentos del pasado.
Angelo es silencioso y observador, y su inicial apariencia de chico desubicado y tímido va evolucionando a gran velocidad al descubrir la impunidad de sus actos, un claro reflejo de aquello que vivió Klaus. Pronto se empieza a erotizar la crueldad, a experimentar con el cuerpo de quien ya no es un niño reproduciendo los textos del diario de Klaus, que hábilmente compaginan esa ficción presentándonos instantáneas de los campos de exterminio y sus víctimas, haciendo más real, si cabe, la incomodidad de lo que aquí acontece, el horror del recuerdo y la brutalidad de la propia historia. Ese deleite ante el miedo y la rabia va mutando y consolidándose con cada paso que da el joven, desde el enfrentamiento con Griselda —que nos recuerda a una escena totalmente “giallesca” y saturada, a través de sus detalles y su música— que le ofrece luminosidad y aviva los tonos de las estancias dando una falsa sensación de naturalidad, a esa caída en picado de los hombres a través de la deshumanización de sus actos, siempre remitiéndonos a la estaticidad de uno de los presentes y sin embargo, sin poder ser el ente pasivo de la situación. Se traslada entonces la luz a la mirada de Rena, la niña, en un reinicio constante de la figuración de la víctima y del verdugo, un juego ya anunciado a través de una casi inocente partida al tres en raya al inicio del film, donde el poder es algo pasajero, pero tanto los actos acometidos con él como sus consecuencias, son reverberaciones atemporales que no conocen la posibilidad de un final. La inocencia no es incorruptible.
Tras el cristal se convierte así en una pesadilla dispuesta a reiniciarse, una reproducción del mal que se retroalimenta del pasado y nos invita a vivir una cruda y ensordecedora experiencia que se reafirma como inolvidablemente incómoda, una película atrevida y que fue solo uno de los primeros pasos de alguien tan brillante como Villaronga, capaz de abarcar múltiples caminos con su cine, de fuerte esencia y, como es el caso de esta historia tan amarga, sofocante arrojo para expresar sus inquietudes, algunas de las cuales se verían interpeladas en sus siguientes películas. Una obra imprescindible y a la vez tan difícil de asimilar. Un infierno tan artificial como las válvulas, gasolina y acero y que lo construyen.