Dicen que en los momentos críticos es donde se ve realmente cómo es cada persona. Si esto es verdad, parece claro que no hay situación más al límite que un conflicto bélico para medir lo bueno y lo malo de cada uno. Este planteamiento, llevado al límite, puede llegar a ser bastante injusto, porque todo el mundo tiene sus temores y gente a la que proteger sacrificando otras cosas respecto a los demás. Algo así se ve en Amarga cosecha (Bittere ernte), película que allá por 1985 dirigió la cineasta polaca Agnieszka Holland. En el film, Leon Wolny un campesino polaco, ve cómo su riqueza aumenta mientras las personas de su alrededor, especialmente judíos, no dejan de pasar penurias. Él argumenta que todo ha sido fruto de sus esfuerzos, y que realmente aquellos que hoy le suplican por un pedazo de su capital, otrora le consideraban como un tipo de clase demasiado baja para su alcurnia. Un día, sin embargo, encuentra en medio del bosque a Rosa Eckart, una mujer judía que pasa por problemas serios de salud. Leon no duda en acogerla en su casa pese al evidente riesgo que existe. Ahora bien, ¿lo hace por pura compasión, por propio interés, por dictado divino o porque simplemente es lo correcto?
La curiosa relación entre estos seres marginales, uno por cuestiones de linaje/economía y la otra por el burdo imperativo nazi, es el eje central de Amarga cosecha. Uno de los puntos que primero llaman la atención en la cinta es que, a pesar de estar ambientada en una época tan peliculera como la ocupación nazi de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial, Holland se cuida en tratar el tema de una manera muy aséptica. Dicho este adjetivo en el buen sentido porque rehúye de los uniformes, de los rostros arios germánicos, de los cadáveres de judíos y de todas aquellas características que, siendo veraces, se suelen utilizar como elemento clave para generar emotividad en el relato; no en vano, la propia Holland así lo hizo en la interesante Europa, Europa. En el caso de este film, la polaca prefiere acompasar los elementos adicionales del contexto de manera que solo se muestre aquello que tiene relevancia, escapando de lo gratuito.
Conectando con esta idea, el trazo de los personajes del film también persigue esa línea de verosimilitud por encima de un artificial dramatismo. Como ya sucede en Spoor (El rastro), obra recientemente estrenada en las carteleras españolas y que está protagonizada por una señora que bien podríamos conocer cualquiera de nosotros (al menos hasta que avanza la película y nos enteramos de lo que hay detrás), Leon no es un tipo verdaderamente maravilloso en alguno de sus aspectos ni posee características cercanas a lo superheroico, sino que está más cerca de ser un vulgar ciudadano, como lo son/somos casi todos. Queda clara, por otra parte, la importancia que la personalidad de Rosa posee en la trama; lejos de ser una mera comparsa floral para el protagonista, la judía tiene una historia, carisma y motivaciones propias que insuflan otro aire a la película.
Amarga cosecha es, pues, otro loable acercamiento de Agnieszka Holland a la Segunda Guerra Mundial, conflicto que ya ha explorado varias veces pero de distinta manera y desde varias perspectivas, como bien refleja su ecléctica filmografía. Aunque pueda sonar paradójico en un primer momento, lo que hace recomendable a esta película es que no intenta innovar, no se cree más de lo que es, simplemente acude a una historia veraz y plausible, narrada por Holland con moderación pero sin perder intensidad. Al contrario que la recientemente reseñada Spoor (El rastro), que acumula planos y subtramas pecando en ocasiones de gula cinematográfica, Amarga cosecha se encierra en una llamativa historia que prefiere no mostrar más de la cuenta aquello que se salga de los límites de la misma.