El cineasta búlgaro se alzó con el corazón de Sarajevo, el galardón más prestigioso en el certamen de la capital bosnia, con este retrato del final de una forma de vida que no tiene continuidad en los tiempos modernos, pero que principalmente trata de otras temas más universales de una manera asombrosa.
Nanook y Sedna son dos esquimales, casi parece que los últimos que quedan por la zona —nunca deja claro en que situación geográfica se encuentran, tampoco importa—, que establecen sus quehaceres diarios siguiendo las costumbres de sus ancestros. Una vida llena de pequeños detalles y una lucha incesante por sobrevivir en un lugar inhóspito, con la única compañía de su perro husky y algunas visitas esporádicas de Chena, que no queda claro la relación que mantiene con ellos o, sobre todo, con su hija Ága.
La obra se toma su tiempo para asentar las bases en largas secuencias donde Nannok —queda más evidente el guiño al documental Nanook el esquimal de Robert Flaherty— parte todos los días en busca de alimentos mientras su mujer se encarga del cuidado de la casa o de cocinar. Nuestro protagonista se queja de que de pronto la caza escasea y el tiempo parece no seguir los patrones de antaño. ¿Es una cinta sobre el cambio climático? No lo parece cuando la respuesta de su mujer es que siempre ha sido así, sólo que él ya no lo recuerda. Porque la cinta habla de temas como el paso del tiempo, la vejez, el amor o el perdón.
Al principio cuesta entrar en el juego de Lazarov. Tampoco entendía en los primeros minutos de metraje qué diablos se le había perdido a un búlgaro por esa zona y qué quería contar. Pero casi como una ensoñación, de pronto me descubro absorto y maravillado con la atmósfera que con esmero y de manera minimalista va creando su responsable. Alarmado en los primeros compases por lo que parece que va a ser es una recreación en ficción de, precisamente, el galardonado documental Nanook el esquimal, me descubro fascinado ante lo que se reproduce en pantalla.
Sí, hay una mirada sobre una forma de entender la vida que llega a su fin. Pero no es el único tema, o incluso me atrevería a decir que no es siquiera el tema más importante. Creo que la palabra que sobrevuela durante todo el relato de manera oculta pero se hace palpable al final, es la palabra cambio. Inevitable. Y amor y perdón. Anclados en tradiciones inamovibles desde hace ya demasiado tiempo, Nanook no parece poder perdonar que su hija se marchara para irse a trabajar a una mina. «La familia debe permanecer unida», llega aseverar. Sedna parece más proclive al cambio, sobre todo tras descubrir que empiezan aparecer unas manchas por su cuerpo. Pero Nanook no se rinde, no da su brazo a torcer. Sigue cazando y pescando, aunque de manera extraña, más simbólica que crítica al cambio climático, los animales desaparecen y solo encuentra pequeños mamíferos muertos. De pronto es como si todo lo que le rodea le dijera que se acabó, que su mundo ya no tiene continuidad. Hasta aquí hemos llegado. Coge tus cosas y vete a visitar a una hija a la que hace años que no ves.
Ága comienza casi como un documental sobre los últimas personas que viven de una manera única. Pero pronto la atmósfera envuelve el relato en una derrota, es un dulce ocaso que por momentos adquiere situaciones de una gran emoción y simbolismo.
Esto es ayudado por la tierna visión del cineasta búlgaro, que con cariño pero de manera minimalista captura un profundo amor entre los personajes. Dos personas que apenas se dicen unas cuantas palabras al día. Entre ellos hay además una relación que sobrepasa las cuestiones afectivas. Se necesitan para sobrevivir. No pueden vivir el uno sin el otro en el lugar que habitan.
Nanook, empeñado en seguir como siempre, se descubre aceptando el cambio. El hermético hombre que cuenta historias antiguas al calor del fuego, emprende el camino a ese cambio.
Tal vez sea la escena final la más sencilla y la más maravillosa.