Bajar al infierno es relativamente fácil. Lo complicado es subir, claro, aunque también tiene su mérito realizar el descenso con el mismo estilo y ‹flow› que desprende After, ópera prima del francés Anthony Lapia (presentada en la Panorama de la última Berlinale). Un desolador salto al vacío y sin paracaídas que nos confina en un sepulcro cavernoso a la vez que lúcido, donde bailamos desenfrenadamente, hasta la extenuación y el sudor, junto a las almas que habitan este panteón oscuro. Una experiencia que, si no padeces de claustrofobia, resulta liberadora hasta el éxtasis. After es un ejercicio de funambulismo pero también un contemplativo videoensayo valiente que no se limita a filmar los cuerpos transpirados: también registra sus pensamientos, sus preocupaciones y sus miedos más aciagos. La festividad de After, al ritmo de Panzer, tiene más que ver con la catarsis y el desahogo que con la celebración. Pese a la muchedumbre y al ruido, aquí el director dirige el enfoque a un chófer de Uber y a una abogada penalista, que coinciden en medio de la oscuridad y prenden la mecha que hará detonar el paraíso. Escapan de lo prohibido (ese Edén del exceso) y lo hacen casi en clandestinidad, dejando atrás sus camaradas, que continúan agitándose como muertos vivientes electrificados.
El debut al largo de Lapia resulta interesante y atractivo, ya no solo por plantear un formato casi meramente sensorial, sino por proponer además una exposición de los intríngulis de la psique postmoderna, en este caso presentándonos un aquelarre formado por una muchachada de ácratas y pseudointelectuales nocturnos. Jóvenes que han crecido sin el brío de la inocencia, sin la luz jovial que debería ser obligatoria en su edad. Desesperanzados, han sido condenados al ostracismo de un lumpen vital, no por falta de recursos ni por la rebeldía del antisocial, sino por el hastío de una existencia peliaguda marcada a fuego por el cansancio característico del ‹millennial› abatido. Casi como una disertación filosófica, After se postra alzándose como unos prolegómenos de un fin de la civilización (o la autoextinción), haciendo hincapié en la angustia impuesta por un sistema depredador y en la precariedad laboral, y exhibiendo todo aquello que fue prometido y se esfuma de repente, igual que lo hace el humo que envuelve las escenas conversacionales del film. Entre la niebla, los sorbos (y lo que no son sorbos), la música a todo volumen y los trapicheos amigables, Félicie (Louise Chevillotte) y Saïd (Majd Mastoura) coinciden en una intersección que dará como resultado una fuga traidora. Abandonan los fantasmas de esa cripta de almas danzantes para propiciar una jornada atemporal más allá del ruido y la agitación. Los dos se conocerán y decidirán construir un apacible y afectuoso (pero efímero) nidito de amor. A medida que amenaza la llegada del alba que limpiará y asesinará todo lo que ha pasado en el albor nocturno, los dos protagonistas se desnudan moral y políticamente, mientras beben y esnifan y describen el mundo y sus fallas sin ninguna intención declarada de arreglarlo, ni ningún atisbo de optimismo. Es entonces cuando florecen las fobias, desde los ataques terroristas a Charlie Hebdo al pavor delante una crisis climática ya prácticamente irreversible.
Asistimos, así pues, a un ritual sin sangre que no esconde la violencia característica de la volatilidad de las hormonas, con esta inestabilidad espiritual de esos excitados caníbales que bailan a sus anchas sin otro objetivo que trascender, rendirse a la elevación y abandonar, aunque sea unas horas, la dimensión terrenal. En ese sentido, aunque es prácticamente imposible no rememorar esa fatídica y perturbadora Clímax, lo de Lapia se distancia de la demencia discotequera de Gaspar Noé para brindarnos algo más discursivo y naturalista. Ya en los primeros planos contextuales, After nos invita a adentrarnos en un paraíso abandonado: de ahí los planos introductorios que muestran frías columnas de hormigón o paredes pintadas. Se nos invita a pasear por las ruinas del antiguo Partenón sostenido por la ansiedad generacional. Y, sí: es casi insultante la cantidad de títulos contemporáneos que reservan en su metraje un espacio para escenas de bailes, ‹flashes› y corporalidad coreografiada. Pero After va mucho más allá: vislumbra el desenfreno del techno en un local anti-espacial (sabemos que es París, pero podría estar en cualquier rincón del planeta) y lo convierte en su base y premisa, para acabar consiguiendo que el espectador se escabulla, como los protagonistas, en un pisito donde abocar todos los pavores, todas las virtudes y todas las esperanzas recogidas y concentradas en unas líneas de diálogo profundas, a la vez que conmovedoramente humanas y terroríficamente creíbles. ¿Es pues, After, una ascensión anímica o un descenso nihilista? Qué más da. La pista de baile es en este caso un purgatorio donde las almas no expían ni se purifican, sino que precisamente se autodestruyen y se consumen a sabiendas, conscientes que quizá sea este el único recurso para sobrevivir. Son tiempos, los nuestros, convulsos y ridículamente paradójicos. Abracemos esa contradicción. Retomando lo que decíamos al principio, es posible caer de pie al averno. El problema es luego salir de él. Puede que sea imposible y, en ese caso, si es que verdaderamente no vale la pena pelear, al menos bailemos desde las tinieblas.
Podéis ver After en Filmin:
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