Hou Hsiao-Hsien fue la figura más destacada, junto a Edward Yang, en los inicios de la denominada «Nueva ola taiwanesa», movimiento al cual posteriormente se unió Tsai Ming-liang, diez años más joven que sus compatriotas. El director taiwanés de origen chino (huyó con su familia cundo solo tenía un año por culpa de La guerra civil china) cuenta con una filmografía extensa (quince largometrajes sin incluir su último proyecto) con gran prestigio entre la crítica cinematográfica gracias al empeño de Cahiers du cinéma, que suele incluir habitualmente a sus filmes en sus listas anuales, y a la figura de Olivier Assayas, quien le dedicó un bello homenaje en un documental para la televisión; pero es un autor casi invisible fuera de ese estrecho círculo y del de los festivales de cine. Como buena parte de los directores autodidactas, Hou se fue acoplando al medio a base de realizar películas. Su obra está muy arraigada a la búsqueda de la identidad de los habitantes de Taiwán y sus ajetreadas disputas políticas que propiciaron un sinfín de revueltas populares, por lo que puede resultar un autor algo inaccesible para los más despistados con la historia de esa peculiar zona. Durante la primera parte de su filmografía, a diferencia de sus dos compañeros del movimiento, centró sus incursiones en un entorno rural, otorgando grandes dosis autobiográficas sobre su infancia (The Boys from Fengkuei, A Summer at Grandpa’s y Tiempo de vivir, tiempo de morir). Más adelante fue mezclando obras situadas en un contexto histórico, social y político determinado (Ciudad doliente, El maestro de marionetas y Flores de Shanghai) con otras centradas en el presente de las grandes urbes, sin olvidar sus preocupaciones sobre la memoria y los orígenes (Adiós sur, adiós, Millennium mambo y Café Lumière), e incluso conjugó esas tres etapas bien diferenciadas en un solo filme (Tiempos de amor, juventud y libertad).
Adiós sur, adiós (rodada en 1996) nos presenta a Kao, un tipo que vive con un amigo y las novias de ambos en un apartamento modesto con muy poco espacio para tanta gente. Los dos maromos forman parte de una banda de aspirantes a delincuentes que centra sus operaciones en las afueras de Taipéi, aunque el inestable compañero de Kao amenaza con arruinar sus negocios con sus descerebradas acciones, y las de su novia. El protagonista (interpretado por el siempre convincente Jack Kao, co-guionista de la película y actor habitual en la filmografía de su compatriota, que siempre otorga una presencia poderosa a sus personajes), además de sus trapicheos, entre los que se encuentra una estafa para recaudar dinero con el comercio de unos falsos cerdos sementales, dirige una sala de juego que no le depara grandes beneficios, pero vive con la ambición de abrir un restaurante o una discoteca en Shanghai y cumplir la promesa que le hizo a su padre.
La cinta expone una mirada cruda e implacable, con detalles en los que asoma un ligero sentido del humor gracias al perfil patético de estos delincuentes de poca monta; sobre la búsqueda de identidad, el desarraigo, la monotonía y la frustración de una generación perdida de Taipéi que Intenta labrarse un futuro, pero deambula sin rumbo claro y con indiferencia en el presente. Los personajes, que solo parecen motivarse por el dinero, carecen de oportunidades legales para saciar sus ansias económicas en un lugar dominado por empresas dudosas que se aprovechan de los subsidios del gobierno con las estafas al orden del día. De todos modos, sus desangelados seres son exhibidos con cierto cariño y comprensión desde la fría distancia, con el tratamiento carente de juicios morales que siempre ha caracterizado a su director, quien no puede esconder su mirada humanista, delicada y observadora a la hora de señalar el aislamiento y la alienación de sus gentes.
Aunque hay escenas llenas de tensión por la dedicación de los protagonistas, no hay grandes momentos de acción, ni los personajes efectúan grandes cambios en su actitud con manidos intentos de redención. Los vemos poniéndose hasta a arriba de drogas, discutiendo, trapicheando, presenciando eventos musicales en directo, conversando sobre tatuajes en medio de una mudanza, practicando juegos de azar, intimidando para cobrar sus deudas, en vomitonas tras una fiesta bañada por el alcohol e inmersos en disputas mafiosas. Como buen director asiático, el personal autor taiwanés se siente como pez en el agua exponiendo a sus personajes departiendo durante la preparación de las comidas y su posterior ingestión, e incluso se detiene en la alimentación de los perros en una de las escenas más fascinantes y tiernas, donde el protagonista da de comer, directamente a la boca, a dos perros callejeros con sus propios palillos, como si viese reflejado su futuro en ellos.
El ambiental y naturalista universo de Hsiao-Hsien siempre se ha caracterizado por exhibir pequeños detalles de sus personajes durante su espontánea rutina, con elevadas dosis de improvisación en los diálogos sencillos que ayudan a desentrañar su personalidad y su estado de ánimo. La cámara se introduce en sus vidas para descubrir pausadamente el carácter de las circunstancias y las relaciones humanas que expone, logrando que los espacios se conviertan en un ente propio que otorga un sentido diferente a la cotidianeidad, con una puesta en escena que se preocupa esencialmente de fusionar al personaje con su entorno, con una elaborada ubicación de los objetos. No obstante, Adiós sur, adiós supuso una pequeña revolución en su lenguaje gracias a la construcción de nuevas técnicas y procedimientos para expresar conceptos escasamente vistos con anterioridad en su filmografía, aunque ya había dejado algunas pistas en Hombres buenos, mujeres buenas, su filme anterior. En esta ocasión utiliza excepcionalmente algunos recursos con pequeñas reminiscencias del videoclip para situarnos en la mente de estos jóvenes tan influenciados por la cultura occidental y la música electrónica, como haría años más tarde de un modo aún más agresivo en la igualmente estimulante Millennium Mambo, cinta que se puede considerar prima hermana, en la que se explayó con varios elementos presentes en esta incursión.
El espacio exterior de la gran ciudad es representado básicamente por el movimiento de los medios de transporte (trenes, motos y coches) que además de ejercer como medio expresivo de la cámara, aparecen en pantalla constantemente. El tren, un elemento tan recurrente en el director taiwanés como lo fue en Yasujirō Ozu, tiene protagonismo en la escena inicial y está presente en todo momento como catalizador sensitivo para expresar una alegoría sobre sus grandes preocupaciones: el paso del tiempo (junto a la captación de los espacios y la preocupación por el vacío existencial, su mayor coincidencia con el lenguaje de su compatriota Tsai Ming-liang, aunque Hou lo haga con un enfoque menos radical), el conflicto entre lo rural y lo urbano, la tradición y la modernidad, la lucha generacional que provoca la desesperanza de los jóvenes con la generación de sus padres y la decepción de éstos respecto a la de sus descendientes, y la añoranza por la pérdida de una vieja forma de vida que no volverá jamás. El campo siempre es expuesto en el cine del taiwanés como un lugar sugestivo plagado de memorables recuerdos de juventud. Todo lo contrario que la gran urbe, utilizada casi siempre para señalar la alienación y la frustración de sus habitantes ante sus propias exigencias y el acelerado ritmo al que se mueve la vida. El pasado no siempre implica nostalgia; Hsiao-Hsien también contextualiza la influencia y los conflictos generados entre sus habitantes por las tradiciones culturales amparadas en la jerarquía que practican las bandas mafiosas, e incluso los políticos. Como suele suceder en todas sus obras enmarcadas en la gran urbe, parece reprobar contundentemente el concepto de progreso que tenemos en occidente tras la aparición de las nuevas tecnologías, que ha ido afianzándose en Asia de un modo encolerizado en las últimas décadas.
Formalmente, Hsiao-Hsien se nutre de sus características tomas extensas y distantes mediante sutiles planos secuencia en los que la cámara, algo más nerviosa de lo habitual, permanece fija o se mueve ligeramente durante la mayor parte del tiempo, otorgando una trascendencia inusitada hasta la fecha al uso de una banda sonora como eje narrativo. La música cobra una vital importancia durante toda la narración. En la introducción, unos pasajes electrónicos se funden con el sonido de un tren que posteriormente es utilizado por la cámara para tomar un plano en primera persona muy atractivo desde la cola, que más adelante también es usado para filmar un túnel, esta vez desde la parte delantera, pero de un modo igualmente sugestivo. En los exteriores, también recurre a poderosos travellings acompañados de música, experimentando con la iluminación y tiñendo la pantalla con diferentes filtros de color para manifestar los cambiantes estados de ánimo de sus personajes. Además de la inquietante y misteriosa escena final, destaca sobremanera la secuencia donde los tres protagonistas principales viajan en sus motos alrededor de una montaña por una cuesta muy pronunciada, introduciéndonos en una bella y evasiva analogía visual mediante una exuberante ceremonia motorizada que proclama y ensalza la libertad a través del movimiento. En los espacios cerrados, vuelve a mantener nuestro interés desde la distancia, consiguiendo que nos sintamos como auténticos mirones, como si estuviésemos espiando a través de una mirilla, o una puerta ligeramente abierta. Los interiores son filmados aprovechándose de la presencia de las ventanas, los marcos de las puertas y los espejos, tal y como hacía su compañero Edward Yang, con quien, además de compartir abundantes preocupaciones formales y temáticas (aunque el cine de Yang resulte más accesible), mantuvo una estrecha relación amistosa e intelectual al comienzo de La nueva ola taiwanesa, con reuniones periódicas para teorizar sobre el cine.
Si hay un autor fuera de La nueva ola taiwanesa con quien emparentar al director asiático, que tampoco ha disimulado su pasión por Yasujirō Ozu (no en vano dedicó Café Lumière a su figura) y Robert Bresson, ése es Michelangelo Antonioni. Tal y como solía hacer el director de La aventura y Blow-up, Hou nos introduce en una obra reflexiva, sensorial y absorbente, en la que la melancolía y la lírica van unidas de la mano, dotada de un enigmático atractivo, con un lenguaje circular y elíptico, y una narrativa que recurre a un orden gradual, transitando al margen del modelo tradicional. En Adiós sur, adiós se las ingenia para exponer los leves acontecimientos experimentando con la narrativa y las formas del medio sin pretensiones meramente esteticistas, a pesar de sus bellas composiciones. El estilo del director de El vuelo del globo rojo (su única aventura fuera de Asia) no es apto para impacientes debido a su personal idiosincrasia, pero eso no implica que no esté atorado de innumerables sensaciones (carentes de falsos sentimentalismos) y complejidad a borbotones, trasladándonos a unas viñetas en las que los pequeños detalles siempre son mostrados de un modo sugerente y ambiguo, repletos de significados intercalados u ocultos en primera instancia, y travesías que dan la sensación de transitar hacia el vacío, en los cuales casi nada es lo que aparenta. Estos elementos requieren de cierto grado de implicación por nuestra parte, pues cuesta captar en primera instancia el sentido e intenciones del autor, pudiendo devenir en incertidumbre y frustración en la audiencia poco proclive a poner algo de su parte para construir la narración a su antojo por culpa del explicativo cine occidental de corte más convencional.