Pocos, muy pocos directores pueden ostentar el honor de haber prácticamente inventado un género. El estadounidense Herschell Gordon Lewis, al que tristemente despedimos hoy, fue uno de ellos. Apodado, con todo merecimiento, “el padrino del gore”, su pionero y osado gusto por la truculencia y la casquería ayudaron a perfilar un modelo de cine de terror marcado por la visceralidad, el morbo y la explicitud de la violencia, adelantando, con ello, el cambio de paradigma que experimentaría el género fundamentalmente a partir de la década de los setenta, cuando una nueva sensibilidad (turbia, enfermiza, volcada en la contemplación del sufrimiento y en la fascinación que éste nos provoca como espectadores) se hizo palpable en películas cada vez más agresivas y desafiantes, tanto en un sentido estético como conceptual. Gordon Lewis, más guiado por su olfato comercial que por inquietudes estrictamente artísticas, fue de los primeros en percibir esa atracción del público por el lado más oscuro del ser humano, pero, lejos de ponerse solemne, supo apreciar en ello un filón lúdico que explotaría en producciones hechas con cuatro perras pero llenas de imágenes potencialmente desagradables que todos, de un modo más o menos velado, deseaban ver.
Antes ya había hundido las narices en el terreno de la explotación con cintas eróticas (llamadas nudies) de calidad cuestionable, pero que revelaban la inteligencia empresarial del cineasta, sabedor ya por aquel entonces del potencial comercial que tenían tanto el sexo como la violencia. Mientras que en el primero tuvo más complicado aplicar una mirada personal, será en el segundo, con su tratamiento tan gráfico del horror, donde logró esbozar un estilo propio en el que humor, sangre y erotismo se mezclaban morbosamente para solaz del espectador más necesitado de platos fuertes y originales. La seminal Blood Feast ya mostraría las constantes que han marcado el cine de Lewis: malos actores, trama simple (que luego reduciría prácticamente al mínimo en cintas tan osadas como El mago del gore, casi rozando la abstracción narrativa), algún desnudo suelto aquí y allá, y, sobre todo, regodeo cómplice en la brutalidad y la violencia, a través de un gore artesanal cuyo atrevimiento dejaba en evidencia al resto de producciones de la época.
Dejando a un lado si estamos ante buen cine (en un sentido estricto diríamos que no: el engranaje fílmico de estas películas es muy rudimentario, tanto en planificación como en guión o interpretaciones), lo que sí resulta evidente es que hablamos de obras extrañas y enfermizas, cuyo empeño en mostrar con sumo detalle la degradación y destrucción del cuerpo humano (mediante amputaciones y torturas varias) se ve acompañado de una atmósfera entre onírica y granguiñolesca que sitúa este cine en el terreno de la pesadilla (con textura de celuloide barato, pero pesadilla al fin y al cabo). La cima de esta particular poética de la violencia la hallamos en 2000 maníacos, la obra más ambiciosa y lograda de su autor, en la que, explotando el esquema argumental de Brigadoon, plasmó un cuento de terror rural que evidenciaba, más que ninguna otra película suya, sus conexiones creativas con los cartoons de la Warner: ¿qué eran, sino slapsticks dignos de un sádico Chuck Jones, los divertimentos y pruebas gore con que torturaban los pueblerinos de la película a los despistados protagonistas?
Aunque en su carrera pueden encontrarse títulos de diversos géneros (pero siempre vinculados al ámbito del cine de explotación), será sin duda el gore el motor central de toda su obra, tanto en las cintas ya mencionadas como en otras posteriores como Color me Blood Red, A Taste of Blood y The Gore Gore Girls. Cine de una desnudez y honestidad insólitas, lleno de reclamos comerciales (su principal objetivo era ofrecer a la gente lo que realmente ésta quería ver), y cuyas carencias o defectos, tan a la vista para cualquiera, se suplían con la propia e inédita crudeza que bañaba cada fotograma de todas y cada una de ellas, haciendo de estas obras baratas y grotescas unos divertidos, turbadores y harto influyentes productos que, como se ha dicho, en el fondo suponían la primera oleada de un nuevo cine de terror que emergería y se consolidaría años después, puede que con más refinamiento en las formas y en la narrativa, pero con la inteligencia, el atrevimiento y la frescura de Gordon Lewis como verdadera influencia creativa.
Nuestro hombre, por cierto, reaparecería a inicios de la década del dos mil (tras un parón de treinta años) para firmar una secuela de su clásico Blood Feast. Una prueba más de su fidelidad a sí mismo, a su visión (comercial y artística) del cine y a los muchos espectadores y directores a los que ha deleitado e influido con sus películas y que hoy lloran su pérdida. Porque, como dijimos al inicio de este texto, pocos autores son capaces de inventar —o al menos apadrinar— un género, y él, a su modo avieso y visionario, lo logró.