Con el fallecimiento de Umberto Lenzi el pasado 19 de octubre se confirma, lamentablemente, el paulatino fin de toda una generación. Esta, que pobló el cine popular europeo de una nutrida y profesa industria de una cinematografía popular, ve ahora como cada vez que este arte (en su día, injustamente minusvalorado y ahogado en una mirada desaforada hacia la Serie B), se va asimilando hacia la reivindicación, al mismo tiempo que van desapareciendo los nombres que la protagonizaron. Con Lenzi se va un artista, un autor con todas letras, un hombre de cine y sobre todo un incansable trabajador de la artesanía del cine de subgéneros, aunque sea tópico en sí mismo mencionarlo en un obituario. Pero no es solo el momento de recordar algunas de sus películas mas significativas, sino también el de rememorar a un Lenzi que parecía anteponer, aunque algunas de sus películas paradójicamente pudieran mostrar lo contrario, su visión de devoto espectador del cine clásico hollywoodiense; disponía además, de una pasión por la novela negra que ampliaban aún más los visos intelectuales del autor. Y es que Umberto, al igual que otros de sus compañeros de generación, tenía unos orígenes anexados directamente a la escritura, en este caso a la crítica cinematográfica que ya antes de ponerse detrás de una cámara le permitía diseccionar cada una de las películas que iban conformando su riqueza cinéfila. Una manera de adentrarse en el cine muy “a la italiana”, al igual que los Fulci o los Argento, pero que también caía en un tópico en sí mismo: el abandono de sus estudios (en su caso, una licenciatura en derecho que nunca llegó) por su inclusión en el Centro Sperimentale de Cinematografia. El resto, como se suele decir, es historia.
Las andanzas de Lenzi en su servicio al cine popular no distan mucho de sus coetáneos; tras unos inicios como asistente de dirección pronto se le encomienda el paso de ocupar la silla del director, inmiscuyéndose en los subgéneros que el público demandaba, en una industria italiana sumida a fecundar un cine de co-producciones que intentase disputar su peso con los éxitos del gran cine norteamericano venido de Hollywood. Así, Lenzi pronto se convirtió en un incansable promulgador del cine llamado de “capa y espada” (El triunfo de Robin Hood, El caballero enmascarado) o inexplicables pero efectivos mestizajes de este con el péplum (Zorro contra Maciste); seguiría una aún recordada etapa en la temática de piratas (con su saga de Sandokan al servicio del culturista Steeve Reeves, estrella enorme en aquellos años)… Pero seguir la estela de Lenzi en la industria de subgéneros es casi seguir a la corriente en sí misma; tras unas aportaciones a otras vertientes como el ‹spy› a lo James Bond (Supersiete llama al Cairo), el Spaghetti Western (El sabor del odio), o incluso las entonces emergentes adaptaciones a los ‹fumetti› (inolvidable su La máscara de Kriminal) llega para el que esto escribe la etapa dorada del director, los años 70, quien por cierto y a diferencia de algunos de otros realizadores contemporáneos en su mayoría escribía los guiones que dirigía, resaltando el ímpetu literario ya descrito en sus orígenes.
Con el entonces emergente ‹giallo›, Lenzi dio rienda suelta a su concepción del thriller, con un conjunto de piezas que arrimándose a todo un movimiento originado por Mario Bava y sobretodo Dario Argento, originó una especie de émulo del thriller “hichcockniano” con una estilista tonalidad de lo erótico bajo personajes que en su mayoría eran llevados al extremo; cintas como Un lugar ideal para matar, Spasmo o Detrás del Silencio, algunas de ellas protagonizadas por una estrella venida del viejo Hollywood como Carroll Baker, convertida a tal efecto en la actriz fetiche de Umberto, se convirtieron en piezas clave del llamado thriller transalpino. Pero Lenzi, fiel siervo de las tendencias, también tuvo tiempo para efectuar algunos ‹gialli› más cercanos, aunque también más impersonales, para que la industria tuviese aún más émulos de los estandartes fecundados por Argento: dos de sus películas más conocidas, Siete orquídeas manchadas de rojo o El ojo en la oscuridad (una de sus innumerables películas rodadas en España) dan prueba de ello. Con los mediados de los 70 se produce su interesantísima inmersión en el poliziesco, dinamitando al extremo sus constantes de policías llevados al límite de su autoridad en unos escenarios urbanos violentísimos y exacerbados (que Milano odia: la polizia non può sparare, más conocida por su título internacional Almost Human, o Roma a mano armada, sirvan de ejemplo), donde Lenzi demostraba un enorme nervio para el rodaje de las escenas de acción en plena vía urbana y catapultaba al también recientemente desaparecido Tomás Milián como icono absoluto del subgénero.
Con el final de la década de los 70, insistiendo en el paralelismo que se pueda a realizar con la filmografía de Umberto a la propia progresión del ‹cinemabis› italiano, la carrera del director empieza a tambalearse aunque con la siguiente década comienza una tan decadente pero interesante etapa: esa que pobló el euro-splatter, los subgéneros contoneándose con el ‹trash› y la total sumisión de las tendencias a los efluvios más viscerales del horror. Como le ocurriría a otra eminente figura como Lucio Fulci, esta etapa regalaría alguna de las cintas más recordadas para el aficionado moderno: con la dupla Caníbal Feroz y Comidos Vivos Umberto seguía la estela del apoteosis caníbal que originó el Holocausto Caníbal de Ruggero Deodato (con el que tendría ciertas disputas artísticas, entre otras cosas por ser en realidad Lenzi el que inauguraría el subgénero años antes con El país del sexo salvaje); al cine de muertos vivientes aportó La invasión de los zombies atómicos, epopeya ‹zombie› rodaba en España y ya historia en sí misma del terror europeo de los 80, entrando ya años después a una deriva que anticipaba la caída de los subgéneros italianos a finales de los 80 cuando la televisión privada irrumpía en el país y se imposibilitaba de paso la colocación de estas cintas de género en las salas comerciales. Pero antes de abandonar su carrera como director en 1992, Lenzi aún tenía pulso narrativa, aunque ya rodando mayoritariamente por encargo y con total desgana, productos como GhostHouse (vendida en Italia como una secuela de Posesión Infernal bajo un entramado de producción de Joe D’Amato), un deslenguado ‹slasher› llamado Pesadilla en la playa o Demonios Negros, cintas con encanto pero ahogadas por su inútil intento de resucitar un cine que en aquel momento ya no interesaba a nadie.
Trabajador infatigable, de sentido oficio y con un interés especial por dejar su huella en todos y cada uno de los subgéneros que tocó, Umberto Lenzi fallecía al menos con el conocimiento de que su cine, más allá de un trabajo artesanal que fecundaba una industria, supone hoy en día un arte reivindicado y añorado. Gracias a los tiempos de Internet, él pudo saber de ello e incluso asistir a alguna que otra convención, recibiendo el cariño de unos fans que en la mayoría de los casos le aclamaban por esas aportaciones al terror originadas de intentos comerciales de emulación. Pero, como se ha dicho, conocer la carrera de Lenzi es inmiscuirse de lleno en la apasionante y enriquecedora vertiente de la industria europea del consumo popular, donde Umberto se consagró como uno de sus más ricos contribuyentes.