Existe en la actualidad una cierta tendencia a explotar los efectos que genera en nuestro corazón y mente la nostalgia, relativo a esa inclinación por homenajear/reivindicar el cine estrenado en las décadas de los 80 y los 90. Es decir, aquellas películas que la generación que ahora cuenta con entre 30 y 50 años vio en el cine en su infancia y adolescencia. En mi caso, me encuentro en este umbral. Así, quien me lea con cierta continuidad podrá haberlo adivinado si repasa la sección vindicare de esta web. Observará sin ningún tipo de dudas la obsesión que siento por el cine de acción nacido en esos años. Quizás esa evocación pretérita venga dada por la creencia infundada de que cualquier tiempo pasado fue mejor. También unido a que tanto la niñez como la pubertad suelen coincidir con los momentos más felices en la existencia de un ser humano. La época del descubrimiento, de la novedad, del alumbramiento de una nueva perspectiva que se avecina, de la inocencia de quien aún no ha probado la amargura del fracaso y la pérdida…
Sin embargo este fenómeno no tiene nada de nuevo. El panorama sigue siendo el mismo, lo único que con distintos protagonistas y tiempos. Recuerdo que a mis padres les encantaba el cine producido en los cuarenta, cincuenta y también sesenta. Las películas de John Wayne, Robert Mitchum, Humphrey Bogart, James Cagney, James Stewart, etc.
Y sin desplazarnos de las décadas mencionadas (los 80 y 90), si rebuscamos en el baúl de los recuerdos nos será fácil hallar multitud de películas que siendo producidas en esos años, hacían girar sus tramas y argumentos alrededor de historias acontecidas durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Algo similar a ese vicio por trasladar las tramas a los años 80 y 90 en bastantes películas contemporáneas. Esa nostalgia que siempre nos acompaña y que para quienes se dedican a este complejo mundo del arte resulta una compañera insalvable…
En este sentido, una de las mejores películas de este subgénero revival es sin suda Adiós a la inocencia, moldeada en un ya lejano 1984 por Richard Benjamin, cineasta que había cosechado antes de situarse detrás de las cámaras una prolífica carrera como actor. Benjamin perteneció a esa generación de directores americanos surgidos en los 80 que proliferaron sobre todo en el terreno de la comedia cachonda con ciertos tintes románticos como por ejemplo Harold Ramis, Ivan Reitman o Howard Zieff.
Sin embargo llama mucho la atención que Benjamin hiciera un requiebro al género que más alegrías comerciales le propició en su segundo proyecto. Y la cosa no le salió para nada mal. Puesto que con Adiós a la inocencia Benjamin logró hilvanar su cinta más aclamada por la crítica, alzándose asimismo con la Espiga de Oro a la mejor película en un festival de cine tan de autor como es el Festival de Valladolid. En mi opinión, Benjamin fue el outsider de este grupo de realizadores comentado. Sus películas conservan cierto aire intimista y melancólico que hace derivar las tramas retratadas en sus filmes hacia cuadros especialmente románticos.
Y ello se observa en Adiós a la inocencia. La cinta supone todo un descubrimiento y sorpresa. Es uno de esos regalos que uno no se espera recibir y que por tanto alegran la existencia como ninguna otra cosa en el mundo. Pocas películas producidas en el Hollywood de los ochenta cuentan con una hondura, delicadeza y sensibilidad como la obra a la que estamos rescatando del olvido. Se trata de uno de esos dulces que te transportan a un enclave hermoso y apasionante. Un producto de su tiempo, pero igualmente atemporal en cuanto a su manera de saber erizar la piel y acariciar los sentimientos alojados en lo más recóndito de nuestra entidad.
El relato se ubica en una pequeña población rural americana en los primeros años cuarenta. En una nación inmersa en un ambiente bélico tras los bombardeos de Pearl Harbor acontecidos un año antes. Una sociedad asustada por los tambores de guerra que aunque lejanos hacen retumbar sus secuelas en las familias que han visto partir a alguno de sus miembros hacia el campo de batalla. Nos hallamos en lo que parece el final del verano de 1943. Los días pasan lentamente, sin que aparentemente suceda nada. Así de aburrida pasa la existencia para dos adolescentes que están esperando con ansias partir hacia el frente como ya lo han hecho varios de sus vecinos. Se trata de Henry (Sean Penn) y Nicky (Nicolas Cage). El primero ve su vida pasar y la de los demás terminar en el cementerio donde su padre trabaja como sepulturero. El segundo es un sinvergüenza que ambiciona acostarse con toda chica que se cruce en su camino, cuidando a su vez de su mejor amigo al que le ha recomendado para trabajar a su lado como recogedor de bolos en la bolera del pueblo, el único lugar de recreo que tienen los jóvenes del pueblo, junto a la sala de cine, para pasar el tiempo.
Pero el tedioso deambular de los segundos será perturbado una noche en la que llegará a la bolera una joven llamada Caddie (Elizabeth McGovern) de quien Henry se enamorará a primera vista. Henry seguirá a su amor platónico descubriendo que trabaja como taquillera en el cine del pueblo, y también descubriendo que su amor reside en el barrio bien, lo que parece a primera vista un amor imposible del chico sin dinero con la chavala acaudalada que tan solo busca aventuras sin más pretensiones en la parte baja de la ciudad.
Pero la insistencia y bravuconadas de Henry terminarán conquistando a Caddie, quien sucumbirá a la ternura y entereza de un joven que desea vivir al 100% su últimos días en el pueblo antes de partir hacia Europa a luchar contra el nazismo. Ambos nadarán desnudos en el lago de las afueras del vecindario, harán el amor entre los matorrales, descubrirán el suave sabor del sexo bien hecho, exhibirán su complicidad ante las miradas de propios y extraños, observarán unos preciosos zapatos que maravillarán a Caddie y que Henry no podrá adquirir debido a su escasez de dinero, compartirán salidas y juergas con Nicky y sus conquistas y también sufrirán el áspero sabor del desencanto cuando Henry acuda en ayuda de Nicky para conseguir el dinero necesario para que una de sus novias aborte (incluyendo una maravillosa partida de billar jugada por Henry y Nicky contra unos en principio pringados soldados, rodada con un brío y saber estar en cuanto a puesta en escena por Benjamin, que desde ya forma parte de las escenas que guardo en mi memoria para siempre) y este hecho suponga la iluminación de un secreto que Henry desconocía acerca de la verdadera identidad de Caddie.
Todas estas pequeñas y minúsculas experiencias serán el eje sobre el que pivota una película encantadora, entretenida y terriblemente emocional. De esas que hacen alumbrar alguna que otra lagrimilla merced a la conexión que Benjamin logra irradiar a través de sus protagonistas. Y a ello contribuye la presencia de dos actores legendarios en uno de sus primeros papeles protagonistas en el cine. Puesto que Sean Penn y Nicolas Cage ya demostraban en sus imberbes pasos como galanes absolutos que iban a llegar muy lejos en esta profesión. Y tanto que lejos. Dos luminarias que han marcado una época. Quizás los dos mejores actores de su generación. Y este es otro de los puntos más fascinantes de Adiós a la inocencia: la posibilidad de contemplar a dos intérpretes en su más puro sustrato. Sin estar aún contaminados por las brumas del aplauso y el éxito. Dándolo todo como si esta fuera su última película. Y esta conjunción de astros fue perfectamente aprovechada por un magnífico director de actores como es Richard Benjamin para exprimir la mejor sustancia de unos jóvenes que expusieron lo mejor que tenían que dar con el único propósito de sacar adelante una película en la que era fácil atisbar que el resultado iba a superar todas las expectativas posibles.
Y es que Adiós a la inocencia se eleva como una de esas joyas que deja una huella indeleble en el espíritu y alma del espectador. Una cinta que transgrede los límites de simple producto de consumo de adolescentes, para mutar en una perla apasionante, tierna y a la vez exquisita. Benjamin nos narra una de esas historias de primer amor que hielan la sangre gracias al realismo, naturalidad y cercanía que desprende una epopeya que resulta próxima a nuestras propias experiencias. Pues este mismo relato acontecido en el EEUU de los cuarenta, también se podría asentar en el Cáceres de los 90, o en el Madrid de los 2000, o en el Budapest de cualquier tiempo que queramos escribir. Esa es la principal virtud de la película. Su trascendencia universal. Su forma de describir las etapas que acontecen desde el enamoramiento súbito, la pasión, el encanto, la templanza, la moderación y finalmente el aburrimiento (todo ello en el breve lapso de unas pocas semanas de un verano cualquiera) que será superado como obstáculo solo si el amor encontrado, como en el que se dibuja en la cinta, es el verdadero.
Pocas palabras puedo añadir para exaltar la grandeza de una película que se reivindica por sí sola. Una obra inolvidable, emocionante, filmada con un gusto refinado y distinguido por un Richard Benjamin que desgraciadamente prefirió rodar argumentos más comerciales en lugar de historias más introspectivas e intimistas como el caso que nos ocupa. Pues Adiós a la inocencia pone de manifiesto la sensibilidad de un autor con conciencia de poeta que se destapa como un narrador de historias de los de antes, de los que saben captar la sustancia de un guion y ponerlo en práctica sin buscar demasiadas complicaciones, sino dejando que la sencillez y la sinceridad broten sin ningún tipo de impedimento ni manía de director primerizo que trata de llamar la atención. Sin duda, esta es una de esas gemas que deben ser recordadas como merecen para evitar que caigan en el baúl del olvido.
- PD: para fans de Regreso al Futuro, aquí aparece en un muy breve papel interpretando a un pijo repelente y descarado (su contrario en la película de culto de Robert Zemeckis) el padre de Marty McFly, y también un fugaz cameo de Michael Madsen como soldado herido de guerra en una de las secuencias más potentes emocionalmente de esta pequeña pieza de orfebrería. Puntos estos a favor, para aquellos espectadores con ganas de degustar nostalgia a raudales, para ver la cinta.
Todo modo de amor al cine.