Rhys Ernst se adentra, en la que supone su ópera prima, en el mundo LGTBI de mediados de la primera década de los 2000. Una temática muy abonada a este tipo de producciones de carácter indie (no nos hubiera extrañado haber visto este film en el reciente Americana Film Fest) pero que en sí misma encierra un doble riesgo: por un lado acabar siendo una locura queer, pasada de vueltas tanto en lo visual como en lo formal o, por otro, convertirse en un plomizo manifiesto pro-igualdad que por densidad reivindicativa acabará obteniendo el efecto contrario al deseado.
Por tanto Adam es un film que precisa, ante esta exposición al peligro, una dosis de equilibrio y de habilidad que no pivote exclusivamente en el conocimiento del colectivo sino en la manera en que es expuesto, explicado y reivindicado en todas sus formas. Un reto mayúsculo que, nos atrevemos a decir, Ernst supera sobradamente.
Este es un viaje de descubrimiento, un ‹coming of age› peculiar, que no versa tanto sobre la autoafirmación sexual sino en cómo se pasa del conocimiento de las diversas orientaciones sexuales en un plano teórico a la plena asunción de dicha realidad, a identificar al otro no como sujeto victimizado de una inclinación sino como una persona, un ser humano cuyo género no lo define.
En este viaje no faltan ciertos conflictos que se pueden calificar como clichés a modo de rechazos, mentiras y la timidez ante la atracción por alguien. En este sentido, los arquetipos se ven reforzados por convenciones genéricas que otorgan a la obra una sensación de dèjá vu, de película que ya has visto antes y sabes perfectamente a donde va. Sin embargo esto, que podría suponer una deriva hacia lo rutinario, se convierte en manos del director en una herramienta de confort, de conseguir sacar la temática del confinamiento minoritario reivindicativo y ponerlo en una situación de normalidad cotidiana, de historia de amores, encuentros y desencuentros adolescentes que no ocurren solo en el ámbito heteronormativo.
Aunque como decíamos el dibujo de los personajes presenta algunos problemas de arquetipo y superficialidad (especialmente en lo que se refiere a la necesidad de seguir aparentando ante amigos heteros) no deja de ser interesante la voluntad de no rehuir en ningún momento los conflictos existentes dentro del colectivo y de como, incluso ante la reivindicación, hay posturas encontradas. En este sentido pues, Adam consigue ofrecer un retrato panorámico inclusivo con todas las sensibilidades, rechazando la visión de bloques monolíticos, independientemente de las razones que puedan exponer.
Quizás sea por esta visión poliédrica, por su capacidad de generar ternura, reivindicación y análisis certero de los sentimientos adolescentes que Rhys Ernst acaba por entregar una película que perfectamente válida y necesaria para conocer, respetar y amar los entresijos vitales de la comunidad LGTBI. Aunque es evidente que no todo es de color de rosa, que hay dramas en forma de violencia, incomprensión o marginación en dicho colectivo, no está en la intención del director potenciarlos, meterlos con calzador para generar mayor empatía, sino que sea el descubrimiento del amor en su forma más naïf (si se quiere) la que nos haga reflexionar sobre ello.