El mundo es caótico y cruel, pero toda su gama de grises puede resultar alucinante. Adam Elliot parece comprender así el mundo, un universo lleno de personas capaces de pasar desapercibidas pese a tener historias impactantes a sus espaldas, porque todo depende del narrador que decida pronunciar las palabras adecuadas.
Cada creación del director australiano es una biografía excepcional que merece su espacio en el séptimo arte. Desde sus cortos iniciales Uncle, Cousin y Brother que dialogaban entre sí a su apreciado mediometraje Harvey Krumpet, con el que llegaría a conquistar un lugar tan sórdido como los premios Oscar, Elliot ha hecho de sus neuras y personajes atípicos un estilo único. Ernie Biscuit, en cambio, llegaba después de la maravillosa y meditada Mary and Max, y recopilaba todos y cada unos de sus signos vitales para devolver a la narración sus elementos más clásicos.
El ‹claymotion› suscribe el estilo de Elliot, uno que parece estar reñido con el color, totalmente innecesario para sacar adelante todo tipo de emociones. De aspecto feísta y caricaturesco, sus personajes tienen un aspecto gracioso, imperfecto y personal pese a tener un parecido muy definido. Ernie Biscuit en concreto es totalmente ajena a la vistosidad y mantiene el blanco y negro como retrato atemporal para su protagonista, un taxidermista sordo que decide romper con todo y ser el parabrisas y no el bicho aplastado en él (frase recurrente en el corto). Como todos sus personajes, Ernie es un tipo que ha vivido una serie de catástrofes que son retratadas con cierta comicidad, con la intención de darle una vuelta de tuerca al drama y convertir en entrañable todo aquello que hace la vida más difícil de digerir. Para ello siempre juega con una voz en ‹off› que va narrando lo que sus personajes no necesitan contar más allá de onomatopeyas y pequeños sonidos que les definen aprovechando el formato corto. En esta ocasión es John Flaus quien, con una voz poderosa y conciliadora nos permite asumir todos los vuelcos que va a dar la existencia de Biscuit en poco tiempo. Las historias que de este creador siempre están llenas de guiños continuos entre sus trabajos, donde son comunes los personajes con alguna cualidad distintiva (ya sea mental como el síndrome de Tourette o Asperger, ya sea físico como la falta de algún miembro del cuerpo, la ceguera o la sordera en este caso particular) que parten de una anodina situación actual que revertir al interactuar casualmente con personajes variopintos que les llevan a elevar a aventura sus peculiares existencias. Elliot no entiende la tristeza como un final, sino como una oportunidad en la que hacer crecer sus propias fantasías, algo que nos permite conectar con sus remedios inteligentes y celebrar la existencia dentro de la continua adversidad. No son necesariamente positivas, pero sí únicas, capaces de hacernos reír de males ajenos para reflejar los propios.
El gris y la profunda voz que nos acompaña compagina perfectamente con las referencias, como su finísima intención de idolatrar a Edgar Allan Poe y su «nevermore» para abrir nuevos horizontes a Ernie, o ese final tan cercano al terror donde sabe enfilar la tensión ante una loquísima concatenación de catástrofes en su visita siempre necesaria a Australia, tierra amiga de inmigrantes, punto de partida o lugar de paso en todos sus trabajos, donde todo puede pasar. La elaboración es delicada y con el tiempo perfeccionada, se entiende lo espaciado de sus proyectos, porque no faltan detalles en esa expresiva visualización de lo anodino, algo artesano y esmerado que hace quizá más especial su visión en estas variopintas biografías.
Ernie Biscuit podría entenderse como una más de la colección de Adam Elliot si no fuese tan importante el diálogo entre todos sus personajes. Podrían parecer los mismos una y otra vez, pero las pequeñas variantes que es capaz de introducir los convierten en únicos, siendo un lugar confortable al que acudir (ya conocemos todas esas constantes que va a utilizar vez tras otra, es más, las esperamos) donde el pozo más profundo se convertirá en una sorpresa que se reinventa a cada momento. Porque la mala suerte también tiene su encanto.