Abou Leila abre con una trampa. Una escena planificada al detalle, un asesinato con tiroteo incluido que podría ser perfectamente la antesala de un thriller de Brian de Palma. Un generador de expectativas que, visto el desarrollo posterior, se subvierten y se difuminan en una trama que, contra más se aleja geográficamente del suceso inicial, más distancia toma de su plano secuencia incial.
De hecho, esta estructura forma parte de una planificación ideológica coherente al respecto del subtexto del film. La violencia directa puede ser, mediante una buena planificación, algo sencillo de ejecutar donde la acción y la determinación es fundamental. Pero, ¿y las consecuencias? El film de Amin Sidi-Boumédiène se centra precisamente en ellas. En el fantasma del terrorismo, en la obsesión persecutoria y en cómo la violencia afecta nuestros comportamientos y nuestra psique.
Como una ‹road movie› con ecos del Gerry de Gus Van Sant encontramos a los protagonistas moviéndose hacia una nada geográfica, un desierto donde la civilización desaparece paulatinamente junto a la cordura de los personajes. Una divagación geográfica en línea recta que abre laberintos mentales, confusión y delirio. Como si fuera el mal viaje de Easy Rider amplificado a través de la aridez, la claustrofobia a campo abierto y unos diálogos cada vez más secos y agresivos que erosionan cualquier atisbo de relación humana.
Una deriva que nos lleva otra vez a la transgresión genérica, a la pesadilla de raíz “lynchiana”, al terror en estado puro, a la pérdida de control e incluso a la desubicación y no diferenciación de lo que es o no es real. Es quizás en este tramo central del film donde la película pierde también un poco el rumbo, como si realmente una vez llegados a este punto e interpretado el mensaje no supiera qué caminos tomar. Paradójicamente esto se traslada a la deriva de sus protagonistas y hacia una cierta inacción y parálisis.
Es por ello que la sensación que deja el film es de camino no del todo bien cerrado, de necesitar incidir demasiado visualmente en un catálogo de emociones malsanas que ya no aportan más de lo generado hasta ese momento. Todo ello acaba por crear un caos redundante donde las imágenes y situaciones se dirigen hacia un onirismo surrealista impactante pero poco efectivo en términos conclusivos y entorpecedor a nivel de ritmo.
A pesar de ello, Abou Lelila remonta el vuelo mediante la recuperación del pulso subtextual a través de la metáfora bestialista, ofreciéndonos una secuencia de salvajismo trabado que contiene en sí misma el resumen de lo que la violencia sin sentido acaba por hacer: convertir al ser humano en esclavo de sus emociones, anulando cualquier atisbo de racionalidad en favor del mero instinto indiscriminado. Así el film puede interpretarse como un alegato pacifista por la vía dura, por mostrar una crueldad sin filtros y por cómo esta puede destruir cualquier valor humanístico. Cómo, en definitiva, se puede reducir la amistad a cenizas, a arena, a la nada más absoluta y vacía.