Abel Ferrara es ese director obsesivo, irracional, místico, capaz de agarrarse a una temática y convertirla en su propia afrenta personal, donde todos y cada uno de sus personajes son un reflejo obsceno de los miles de pequeños rasgos que forman su personalidad, o al menos esa forma de ser que él cree que debe transmitir a la audiencia.
Pero son muchos los años que lleva tras las cámaras, y ha pasado por etapas muy marcadas y distintivas en su carrera, así que viajamos a finales de los 80, principios de los 90, cuando el ego del autor se materializaba a través de la investigación de las ideas ajenas. Por aquella época, el director no se separaba de su guionista Nicholas St. John, capaz de adaptar cualquier historia al estudiado entusiasmo fatídico y vengativo de Ferrara, dando pie a títulos imprescindibles como Ángel de venganza, El rey de Nueva York o Teniente corrupto. Pero sin duda lo más curioso fue cuando se decidió por los grandes mitos, como el Romeo y Julieta de pandilleros de China Girl, su Drácula indie en The Addiction o la visión de Jack Finney sobre el fin del mundo que todos conocemos que ya había sido llevada al cine con La invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel y La invasión de los ultracuerpos de Philip Kaufman.
Sí, dos películas ancladas en la memoria de todo apasionado del terror y la ciencia-ficción que trasladaban la rocambolesca idea de vainas extraterrestres usurpadoras de cuerpos como una posibilidad más en la que desaparecíamos como especie, iba a ser rediseñada por Abel Ferrara. ¿Qué podría salir mal?
Eran los noventa cuando nació Secuestradores de cuerpos (Body Snatchers) en una imprevisible unión en el libreto del fiel guionista Nicholas St. John con Stuart Gordon y su a su vez fiel guionista Dennis Paoli (juntos escribieron Re-Animator). La pelota iba creciendo, pero que se estuviese recreando un film dispuesto a triunfar como ‹blockbuster› o como ‹direct to video› solo nos habla de lo imprevisible que fue siempre nuestro querido Ferrara.
Como americanos y abanderados de lo extremo, en esta ocasión la historia se sitúa dentro de una base militar, y para romper con lo conocido será una adolescente la gran protagonista de esta historia en la que el sueño es el peor enemigo de la humanidad (años después sería una madre la que protagonizaría Invasión, por no perder la oportunidad de retomar clásicos). Basada en los parámetros del puro entretenimiento, no hay un gran esfuerzo por hacer que los personajes sigan un hilo concreto, dando importancia a pequeños pasajes de cada uno de los presentes sin que tengan una intención dialogante entre ellas, más allá de mostrar unas personalidades que este ataque extraterrestre silencioso va a borrar de un plumazo —se contraponen escenas de personas que exageran sus personalidades como divertidas, malvadas o cariñosas para notar posteriormente su cambio rígido y pausado una vez pasado (o no) por el proceso de mutación—.
Son maravillosos sus efectos especiales, cuando la digitalización era una utopía y se disfrutaba de máscaras, maquetas y demás elementos que adquieren un aspecto de lo más viscoso y horripilante en el film, esta vez marca inequívoca del cine de Stuart Gordon.
Pero buscamos a Ferrara, y eso es algo que no defrauda. El director sabe demostrar con pequeños guiños de cámara que quiere dejar un mensaje más allá del divertimento, como esa llegada a la base militar en la que, a través del retrovisor vemos reflejada una deformada visión de la bandera americana y los marines, marca insigne de defensa del país inquebrantable que siempre representa Estados Unidos, y que aquí se convierte en el principal coladero de perdición humana. A partir de aquí la bandera se convierte en uno de los símbolos de decadencia, pero no será el único, pues emplea siempre que es posible el reflejo de sombras en distintas superficies para avisarnos de esa dualidad del hombre, que separa su alma de su cuerpo en esta peculiar invasión, algo que obsesionará en el futuro al director, ya sea de un modo religioso o puramente artístico, dando forma al hombre y sus múltiples caras.
Siempre hay un Ferrara agazapado entre los personajes de sus films, muchas veces protagonistas, pero aquí ese sería Forest Whitaker, en un pequeño pero imprescindible papel que se convierte en la alerta, la duda, la psicosis alucinógena y la esencia del hombre y la fe (es él quien reclama un lugar para el alma). Asimismo, tampoco falta la consabida venganza explosiva marca de la casa, cuando ya no hay un lugar al que volver, o una persona a la que llorar.
Sí, esta es una revisión más de la novela de Finney, pero solo quería demostrar que Abel Ferrara no es capaz de pasar desapercibido ni escondiéndose tras el trabajo de otros.