Mi historia con Abel Ferrara está llena de momentos tiernos y otros más bien tirando a deleznables, pero aún así se le quiere. Más como cineasta que como persona. Pero se le quiere. Se le quiere porque siempre va a contracorriente, porque habiendo olido el éxito con producciones en los 90 no se ha dejado sobornar y ha acabado haciendo un corte de mangas a los grandes estudios y recorriendo el camino por su cuenta, con un cine subversivo e incómodo de clasificar. Realmente ha terminado siendo relegado por la industria y, sin embargo, ahí está el tío sacando dinero del Crowdfunding para hacer sus locuras y con la misma mala hostia que hace 20 o 30 años. Recordemos que su última propuesta ni pasó por los cines, directamente al mercado online.
Cuando hace algo más de una década me tope con su cine quedé anonadado. Como muchos otros, comencé con su etapa más conocida, los 90 y la eterna Teniente corrupto (Bad Lieutenant, 1992). Hay quien considera que es su punto álgido, pero eso sería menospreciar obras como El funeral (The Funeral, 1996) y sobre todo, el cine de su última época, más radical y menos accesible para el gran publico. Y con una coherencia autoral que asusta.
Siempre he sido un entusiasta de su cine, de su filmografía y sus maneras de entender el séptimo arte, e incluso de los bajos instintos que desprenden sus fotogramas, no por nada comenzó en esto del cine más bien haciendo cine porno y experimental, y se nota cada vez que graba un cuerpo humano, sea masculino o femenino. De hecho, es está mirada junto con una idea de expiación del pecado y la culpa (no por nada viene de una cultura católica dentro del mundo italo-americano) lo que me flipa de él. Desgraciadamente, las dos veces que lo he visto en un festival, Sarajevo y Sitges, ha dejado mucho que desear. En la capital bosnia casi acaba a tortas con el público por un comentario de un espectador y en la ciudad catalana recogió un premio a toda su carrera totalmente borracho, insultando a otros directores y despreciando el propio premio. Las cosas como son, Abel Ferrara parece un personaje de sus propias películas. Tan auténtico como despreciable. Un tío que va por libre, contra todos, contra todo, incluso contra si mismo.
Esta semana estrenaba en España su última película hasta el momento, Pasolini. Por todo lo que significa para nosotros ese tipejo bajito y malhumorado que no para de hablar y beber (no necesariamente en ese orden), desde Cine maldito hemos querido detenernos en una de sus cintas menos reconocidas por el gran público con una obra que fue masacrada por crítica y público, 4:44 Last Day on Earth. Una cinta más que reivindicable y que incluso fue mencionada en los tops del año por la revista Cahiers du Cinéma España.
No os dejéis engañar, 4:44 Last Day on Earth no va sobre el fin del mundo ni sobre el último día en la tierra. Si alguien va con esas expectativas puede acabar desilusionado. Pronto Ferrara tira por donde siempre tira, el remordimiento, la culpa, la expiación, los cuerpos y el sexo. El fin de toda existencia humana es una excusa para hablar de lo que le interesa. En un momento donde en el cine estaba muy en boga hablar sobre catástrofes que desembocaban de alguna manera con el fin del mundo (ese mismo año y en Sitges, donde se presentó, pudimos ver Melancolía de Lars y otras con la misma temática) Ferrara nos presenta algo diferente.
Lo primero que llama la atención es la tranquilidad y hasta lo rutinario de ese último día. La población ha aceptado sin muchos tremendismos que todo toca a su fin. No hay suicidios en masa, ni gente esperando la llegada del salvador ni indignación. Ojo, no hay malestar palpable por una situación que tendrá lugar por culpa de la destrucción de la naturaleza perpetrada por gobiernos y empresas y de la que la ciudadanía ha sido un culpable no activo en la misma. El mundo se va a la mierda y la gente agacha la cabeza, en plan “bueno, que se le va a hacer”.
Con esta premisa podría verse la obra de Ferrara como una película sobre la crisis económica y moral que asola al mundo occidental más que como una película al uso sobre el fin del mundo. Es una interpretación que está ahí, bien palpable. Todos aceptan su destino sin rechistar. ¿Todos? Todos no, nuestro protagonista, Willem Dafoe, es un hombre que duda y siente miedo ante lo que se avecina. Parece ser el único. Su personaje en cambio sí comparte con el resto de la gente también cierta rabia hacía aquellos que han provocado la catástrofe ecológica que va a terminar con todo signo de vida humana. Pero es una rabia pequeña, una tímida protesta por pagar el pato de los poderosos, que queda claro en esa escena donde Dafoe se desahoga en una azotea despotricando contra todos en general, pero contra nadie en particular. Una rabia cobarde y que llega tarde y mal. ¿Acaso él y todos los demás no han callado cuando las cosas iban “bien”?.
Este paralelismo sobre como la sociedad afronta el fin del mundo y como parece que actuamos ante la debacle financiero sin echarnos a los cuellos de los culpables activos (nosotros seríamos más bien pasivos) es el punto fuerte de la cinta. Pero no se queda ahí. No sería una obra de Ferrara sin un poco de culpa, religión y cuerpos desnudos buscando la expiación con el sexo.
Porque Abel Ferrarra no podía dejar pasar la ocasión para hablar de la falta de fe y del choque espiritual (más que religiosa, ojo) que se produce entre la pareja protagonista que afronta lo inevitable y cuya única paz en común parece ser fundir sus cuerpos. Y ojo, Ferrara pasa por ser el director que mejor sabe rodar el cuerpo humano y una escena de sexo, así de claro. El sexo como elemento casi redentor, de búsqueda de una paz que acaba siendo demasiado fugaz e insatisfactoria, que no acaba ni con la culpa ni con el miedo, tan sólo lo mitiga temporalmente. Algo parecido pero con otra intención sucedía en Welcome To New York, donde el protagonista ansiaba el sexo como escape pero sin pasión ni deseo, y quedaba aún más vacío después de él, siempre con los ojos de un tiburón, unos ojos muertos, sin vida.
Dafoe hace ejercicios de yoga con su novia por insistencia de ella, pero no encuentra la paz que en cambio sí consigue hallar su pareja, budista, que se enfrenta al fin de manera diferente. Dafoe se mueve en la última noche como el último católico vivo buscando una redención que sabe que es imposible de encontrar. Se mueve buscando un confesor o un Dios al que implorar, llorar e insultar. Pero no lo hay. No hay nada. No hay a quien gritar, ni escupir ni patalear. Nadie a quien pedir perdón o salvación. Me sigue pareciendo algo monstruoso.