En un barrio de Bamako, la capital de Malí, se está celebrando un juicio de trascendencia panafricana. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional están en el banquillo de los acusados tras ser convocados por la sociedad civil africana, quienes señalan su responsabilidad por la situación precaria del continente. Todo ello se da en un patio, con un tribunal improvisado y sillas plegables para los asistentes, mientras se suceden los encendidos discursos de la acusación, las defensas y los testigos. Mientras tanto, los habitantes del barrio realizan su vida cotidiana, escuchando, asumiendo o ignorando lo que se expone en el juicio.
Bamako era ya el cuarto largometraje de Abderrahmane Sissako. Cineasta nacido en Mauritania, formado en la Unión Soviética y nacionalizado malí y francés, su historia personal resuena con la vocación política internacionalista y panafricana de esta película. La farsa plenamente consciente del juicio, la parábola que se extrae de ello, es un mensaje claro y elocuente en contra del orden mundial basado en el expolio continuado al continente, en el que distintos personajes ponen voz a ideas que, de tan obvias y escandalosamente inapelables, resulta difícil creer que se tengan que repetir y que se deba crear conciencia sobre ellas. Es un escenario, tristemente imaginado, en el que la reivindicación justa tiene por fin un lugar para ser escuchada. Durante las sesiones, se discute la represión postcolonial en diversos aspectos y, en especial, el de la sumisión económica, con África como eterna deudora de sus colonizadores y con su desarrollo hipotecado al pago de esa deuda. Asimismo, también se reflejan aspectos como la desconfianza en torno a los actores principales de la política y la economía mundial, y se insiste en el concepto del África pobre y subyugada como una constante sobre la que se estructura la globalización moderna; llamando fervientemente a un cambio de sistema que comience por la exigencia de responsabilidades a las grandes organizaciones económicas y financieras. No menos urgente es, por otro lado, la deriva sociocultural: África como una región del mundo sin voz, que solo recibe pero que no tiene la opción de emitir, de tener un punto de vista que se escuche, y que se refleja en el escaso conocimiento que desde fuera tenemos de sus historias, costumbres y registros culturales, en un contexto de comunicación internacional que, en teoría, debería hacerlos mucho más accesibles al exterior; y que genera un desequilibrio permanente en las relaciones internacionales y la conceptualización de lo africano como una otredad exótica y desconocida, en una globalización filtrada política y culturalmente por las grandes potencias.
Y sin embargo, todos estos mensajes a los que asistimos, y que parecen tan obvios, en la propia cinta caen en saco roto. Bamako tiene la pasión de un cine profundamente reivindicativo, pero contempla la farsa y la ficción para dar un espacio a sus voces y administrar una suerte de justicia poética que está muy lejos de llegar a la realidad. Hay un punto amargo en esta autoconsciencia que impide a la película ser optimista, aún a pesar de ofrecer con una elocuencia inapelable su mensaje. Esto es también, en mi opinión, lo que quiere reflejar con todas esas escenas intercaladas de gente viviendo sus vidas. A veces, lo que escuchan por el megáfono les conmueve, la sinceridad y la visceralidad de los discursos les llega al alma; pero, en último término, qué queda. Un juicio sin consecuencias, conciencias removidas durante unos minutos o unas horas y, más allá de eso, el mismo sufrimiento crónico y las mismas preocupaciones cotidianas. Esta es una historia que debe conjugar emociones contradictorias y lo hace de una forma muy elocuente: debe tener convicción de que lo que reivindica es lo correcto, y debe apegarse a una cotidianeidad en la que, difícilmente, estos discursos y esta acción política tengan una oportunidad más allá de una representación teatral local o de la voz convencida de un cineasta que quiere crear y manifestar conciencia.
Sissako, y en consecuencia su película, es inevitablemente pesimista, pero es un pesimista que quiere creer y sentir que puede aportar algo, y que el mensaje que quiere transmitir va a llegar y va a mover aunque sea un poco la balanza del lado de aquello que reivindica. Este es el motivo por el que Bamako es amarga, pero nunca cínica. Es cine político en un contexto en el que no puede hacer mucho más allá de señalar y resaltar la obviedad de unos conceptos, pero la energía con la que lo hace, con las limitaciones que sabe que enfrenta, da fuerza y entidad a su mensaje. No es fácil realizar un alegato cuando todo indica que se va a perder en la anécdota, porque no hay medios para que se escuche en aquellos lugares en los que puede cambiar la estructura de las cosas; por ello es especialmente importante la claridad con la que expresa y transmite aquello en lo que cree, sabiendo que esta cinta es solo un paso muy pequeño, tal vez insignificante o incluso fútil, en la dirección correcta.